THE INTERNATIONAL: LA CAJA DE FICHAS, POR HANNS HEINZ EWERS

Om dat de werelt is soe ongetru                                                              Daer om gha ie in den ru.

— Breughel the Elder

Esa tarde estuve esperando un largo rato a que apareciera Edgar Widerhold. Yo estaba reclinado en una tumbona, con el chico del punkah detrás de mí. El viejo siempre había tenido a su servicio a chicos hindúes, que lo habían seguido hasta aquí hacía tiempo. Y ahora los nietos y los bisnietos de esos hindúes lo servían también. Eran buenos muchachos, y sabían hacer su trabajo.

"Vamos, Dewla, dile a tu maestro que estoy esperando"

"Atcha, Sahib". Obedeció sin hacer ruido. Yo permanecí sentado en el mirador, observando el panorama de las aguas del Sông Lô. Hacía una hora que se habían disuelto las nubes después de tres semanas de lluvia tibia, y los primeros rayos de sol de la tarde ya se abrían paso a lo lejos en la neblina violeta de Tonkín.

Los juncos salían de sus amarraderos, agitándose después de un largo sueño. Las tripulaciones subían a bordo; armados con sus palas redondeadas, sus cepillos de tamarisco y sus impermeables, achicaban el agua de los sampans echándola por la borda, trabajando tan en silencio que resultaba imposible escucharlos; apenas sonido alguno interrumpía el murmullo de las hojas y de los zarcillos moviéndose en el suelo de la terraza. Pasó un gran junco, lleno hasta arriba de legionarios. Saludé a los oficiales que descansaban en el sampan; me devolvieron el saludo melancólicamente. Hubiera apostado a que preferían con mucho estar sentados aquí conmigo en el espacioso mirador del bungalow de Edgar Widerhold que navegando río arriba bajo la lluvia, durante días y semanas, hasta alcanzar su miserable fuerte. Los conté: había al menos cincuenta legionarios en el junco. Unos cuantos eran irlandeses y españoles; otros pocos procedían de Flandes y Suiza, sin duda... y todos los demás eran alemanes. ¿Quiénes serían? No abstemios, desde luego. De seguro que había algunos dinamiteros entre ellos, ladrones y asesinos, ¿quiénes iban a servir mejor a los propósitos de la guerra después de todo? Es gente que conoce su trabajo, puedes creerme. Hay otros, también, que descienden de entre los estratos más altos, aquellos que un buen día desaparecen de la sociedad para hundirse en las turbias aguas de la Légion —clérigos y profesores, miembros de la alta nobleza y oficiales. El que murió asesinado en los disturbios de Ain-Souf resultó ser un antiguo obispo; y ¿cuándo fue exactamente que un señor de la guerra alemán vino desde Argelia a por el cuerpo de otro légionnaire y le rindió los honores debidos a un príncipe?

Me inclino sobre la balaustrada: "Vive la Légion!". Y ellos me devuelven el saludo, gritando con sus voces roncas y gastadas por el licor: "Vive la Légion! Vive la Légion!". Han perdido su país, sus familias, sus hogares, su honor y su dinero. Sólo les queda una cosa, la única por la que se sienten obligados: esprit de corps — "Vive la Légion!"

Los conozco bien. Bebedores y jugadores, souteneurs, desertores de todos los cuarteles del mundo. Anarquistas todos ellos, que no saben lo que es el anarquismo, que se rebelan y huyen de alguna insoportable compulsión. Medio criminales y medio niños, cerebros pequeños y grandes corazones. Auténticos soldados. Landsknechts de perfecto instinto para llevar a cabo su tarea, saquear pueblos y violar mujeres; porque han sido adiestrados para matar, y a quien se le permite la mayor también le está permitido la menor. Todos ellos aventureros nacidos demasiado tarde, no lo bastante fuertes como para labrarse en este mundo actual su propio camino. Cada uno de ellos ha resultado ser demasiado débil, se han desplomado entre la maleza, atascados, incapaces de seguir avanzando. Un parpadeante fuego fatuo los sacó de la senda ordinaria y ahora no encuentran forma de escapar. Algo fue mal; pero no sabrían decir qué. Arrastrados por la corriente, como un fardo miserable que se detiene en una orilla olvidada. Pero allí se encontraron unos a otros y sintieron que el círculo se cerraba, cimentándose una suerte de nuevo orgullo común. "Vive la Légion!". Madre, patria, honor, su auténtico país para todos y cada uno de ellos. Escucho otra vez sus gritos: "Vive, vive la Légion!".

El junco se pierde en la tarde, hacia el Oeste, donde el Río Rojo da un giro y desemboca en el Sông Lô. Ahí los veo desaparecer en la neblina, en lo profundo de esta tierra de venenos violetas. Pero ellos, espléndidos con sus barbas, no tienen miedo; ni a la disentería, ni a la fiebre, menos que a nada a los rebeldes amarillos. ¿No llevan acaso suficiente provisiones de alcohol y opio y sus fusiles franceses? ¿Qué más podrían necesitar? Cuarenta o cincuenta de ellos morirán; pero no importa, los que regresen se alistarán de nuevo, por la gloria de la Légion, no por la de Francia.

Edgar Widerhold entró al mirador. "¿Han pasado ya?", me preguntó.

"¿Quiénes?"

"¡Los légionnaires!". Se asomó a la balaustrada y examinó el río. "Gracias a Dios que se han largado. Que el diablo los lleve; no soporto verlos"

"¿De verdad?", dije. Por supuesto, como cualquiera en este país, yo estaba al corriente de las peculiares relaciones del viejo con la Légion y traté de entender sus palabras. Es la razón por la que fingí sorpresa. "¿Cómo es posible eso? Todos ellos lo adoran. Un capitán me habló de usted en Porquerolles hace unos años, me dijo: 'Si fuera de nuevo al Sông Lô iría a visitar de inmediato a Edgar Widerhold"

"Ese debió ser Karl Hauser, de Muhlhausen"

"No; fue Dufresnes"

El viejo suspiró. "¡Dufresnes, el Auvergnat! Más de un vaso de Burgundy se bebió ese aquí".

"Como el resto, tengo entendido"

Hacía ocho años que esta casa, apodada "Le Bungalow de la Légion", cerró sus puertas cuando el señor Edgar Widerhold, "le bon Papa de la Légion", trasladó su almacén de mercancías a Edgardhafen. Era el pequeño puerto de Eiderhold ahora, dos horas río abajo. El viejo insistió mucho en que como dirección postal en los sellos figurase "Edgardhafen" y no "Port d'Edgard". Porque a pesar de que su casa había estado cerrada a la Légion desde entonces a cal y canto, ni su corazón ni su hospitalidad habían cambiado. Todos los juncos hacían parada en Edgardhafen y el capataz al servicio del viejo se encargaba siempre de subir algunas cajas de vino para los hombres y los oficiales. A ellas les acompañaba una tarjeta con el mensaje: "El Sr. Edgar Widerhold lamenta no poder saludar a los caballeros. Les ruega acepten amablemente este presente, a la salud de la Légion". El oficial al cargo expresaba siempre su agradecimiento y manifestaba su esperanza de poder hacerlo personalmente a su regreso. Pero la cosa nunca iba más allá; las puertas de la espaciosa casa junto al Sông Lô permanecían siempre cerradas. En ocasiones un par de oficiales se acercaban a visitarlo, viejos amigos suyos cuyas voces habían resonado en innumerables ocasiones dentro de sus muros. Los sirvientes les hacían pasar al mirador y les servían los más escogidos vinos; pero nunca les era permitido ver al señor de la casa. En consecuencia, se marchaban; poco a poco la Légion se acostumbró a obrar de este nuevo modo. Ahora había en ella muchos hombres que nunca lo habían visto en persona y que sólo sabían que Edgardhafen era el sitio donde había que parar, para subir vino a bordo y beberlo a la salud del viejo alemán. Todos ellos ansiaban siempre este instante, que era el único momento de placer en su desesperanzado viaje a través de la lluvia del Sông Lô; en resumen, a Edgar Widerhold se le quería y apreciaba todavía más que antes.

Cuando fui a verle yo era el primer alemán que hablaba con él en muchos años. Verlos, por supuesto los había estado viendo en sus trayectos río abajo. Estoy convencido de que el viejo los espiaba detrás de sus cortinas y que lo hacía siempre que pasaba un junco. Pero conmigo tuvo otra vez la oportunidad de hablar en alemán. Creo que esa es la razón por la que insiste en tenerme aquí a su lado, siempre a la búsqueda de una nueva razón para posponer mi partida.

El viejo no es de los que se dan a las confidencias. Se aprovecha y se ha aprovechado del Imperio Alemán como un consumado carterista. A pesar de su edad, necesitaría vivir diez veces los años que tiene para poder cumplir íntegramente las penas por los crímenes de lèse mejesté que a estas alturas debe cargar sobre sus espaldas. Maldice a Bismarck por haber permitido la continuidad del Reino de Sajonia y no anexionarse Bohemia, y maldice también al tercer Káiser por haber permitido que le tomasen el pelo en el intercambio de las colonias del Este de África por la isla de Helgoland. ¡Y Holanda! Deberíamos hacernos con Holanda, ya puestos, con Holanda y con sus Islas Sunda. Es necesario, no hay otro modo; nos iremos al infierno todos si no lo hacemos. ¡Y después el Adriático, por supuesto! Austria en cambio es un lugar absurdo, una idiotez, una mácula en cualquier mapa que se respete a sí mismo. Sus provincias alemanas simplemente son nuestras, y, puesto que no podemos permitir que nos den con la puerta en las narices, debemos también hacernos con los distritos eslavos que hacen frontera con nosotros en el Adriático, Carniola e Istria. "¡Que el Diablo me lleve!", grita. "Sé que nos llenarán de piojos, pero más vale estar abrigado y con piojos que desnudo y muriéndose de frío". El viejo no ve el momento de poder navegar en un barco bajo la bandera negra-blanca-y-roja, desde una Trieste alemana hasta una Bataria alemana.

Le pregunté: "¿Y qué hay de sus amigos, los ingleses?"

"¡Los ingleses!", exclamó. "Esos se callarán si les damos un puñetazo en la mandíbula"

Por Francia siente adoración, y se alegra de que tenga un lugar en el Sol; pero a los ingleses los detesta. Así es como piensa: si un alemán abusa del Káiser y vierte comentarios venenosos sobre el Imperio, se regocija y ríe. Si un francés bromea a nuestras expensas, ríe también, aunque no tarda ni un segundo en devolverle la moneda haciéndole notar las últimas idioteces de su gobierno en Saigón. Pero si un inglés se permite hacer el más inocente comentario sobre, digamos, el último y más imbécil de nuestros cónsules, monta en cólera. Esa es la razón por la que tuvo que dejar la India. Ignoro lo que le diría aquel coronel inglés, pero sé que Edgar Widerhold levantó su fusta y le sacó un ojo. Eso fue hace más de cuarenta años, quizá cincuenta o sesenta. Se vio obligado a escapar a Tonkin y permanecer escondido en su granja hasta que las fuerzas de ocupación francesas llegaron al país. Entonces adoptó la Tricolor y la hizo ondear sobre el Sông Lô, lamentando que no fuese el pabellón negro-blanco-y-rojo, pero aun y todo aliviado por que no fuese la Union Jack. Nadie sabe con seguridad la edad que tiene. Aquí, a quien los trópicos no devora en los primeros años, lo diseca. Lo endurece haciéndolo resistente a cualquier clima y le da una malla de dura piel amarilla que desafía cualquier corrupción. Uno de esos era Edgar Widerhold. Un octogenario, quizá nonagenario, todavía cabalgaba diariamente seis horas. Su rostro era largo y delgado, largas y delgadas sus manos, largas uñas amarillas en cada uno de sus dedos, más largas que una cerilla, duras como el acero, afiladas y curvadas como las garras de un animal salvaje.

Le ofrecí de mis cigarrillos. Yo había dejado de fumarlos hacía tiempo, el aire salino los había estropeado. Pero a él le encantaban: era tabaco alemán.

"¿Me dirá de una vez por qué tiene vetada a la Légion en su bungalow?"

El viejo no se separó de la balaustrada. "¡No!", contestó. Dio palmas con las manos. "¡Bana! ¡Dewla! ¡Traed vino y vasos!". Los muchachos dispusieron la mesa y me acercaron los periódicos. "Mire eso, ¿ha leído el Post? Los alemanes han obtenido una espléndida victoria en las carreras de coche de Dieppe. Benz y Mercedes o lo que quiera que fabriquen. El zeppelín ha terminado su viaje. Se paseó sobre Alemania y Suiza… por donde le dio la gana. Mire aquí, en esta última página... un campeonato de ajedrez en Ostende. ¿Quién se llevó el primer premio? ¡Un alemán! Realmente, sería un placer leer los periódicos si no se empeñasen en dar perfecta cuenta de lo que los políticos hacen en Berlín. Lea esas tonterías de ahí...".

Le interrumpí. No me interesaba en absoluto escuchar más sobre las últimas estupideces diplomáticas de esos burros. Levanté el vaso hacia él: "¡Salud! Mañana me voy".

El viejo apartó su bebida. "¿Qué?... ¿Mañana?"

"Sí; el teniente Schlumberger pasará con parte del tercer batallón. Va a llevarme con él".

Golpeó la mesa con el puño. "¡Esto es una jugarreta!"

"¿Cómo?"

"Que se tenga que ir usted mañana, ¡por todos los demonios! Un golpe bajo lo llamaría yo"

"Bueno, después de todo ¡no puedo quedarme aquí eternamente!", bromeé. "El próximo jueves harán dos meses..."

"¡Precisamente! Me he acostumbrado a usted. Si se hubiera marchado a las pocas horas de llegar no me habría importado"

Pero no me dejé convencer. Dios, ¿acaso era la primera vez que había tenido gente a su alrededor que se había marchado para no volver a verlos jamás, una y otra vez, una y otra vez? Siempre llegaba gente fresca.

Este comentario le tiró de la lengua: pues sí, en el pasado había sido así y no hubiera levantado un dedo por retenerme. Pero ahora, ¿acaso tenía a otro a quien ver? Dos visitas al año como mucho y, una vez cada cinco años, un alemán, desde que cortó toda relación con los légionnaires.

Otra vez lo tenía donde yo quería. Le dije que estaba dispuesto a permanecer con él otra semana si me contaba por qué...

Otra vez lo calificó de golpe bajo. ¿Qué diablos era yo y qué estaba haciendo? ¿Un poeta alemán intercambiando productos, como si fuese un vulgar comerciante?

Le argumenté: "Se trata de materia prima", dije. "Lana para el campesino. No puedo darle forma, ni puntear ni combinar los colores si me falta la materia prima".

El comentario pareció gustarle. Se echó a reír y dijo: "¡Le vendo mi historia por tres semanas más!"

Yo había aprendido a regatear en Nápoles. Tres semanas por una historia... demasiado caro. Y en cualquier caso, le dije, comprarla significaba comprar algo a ciegas sin saber realmente si valía la pena. En el mejor de los casos yo obtendría doscientos marcos por mi historia, y ya llevaba aquí dos meses, y él quería que permaneciese tres semanas más... Y en todo este tiempo yo no había escrito ni una frase. Y de todas formas yo debía obtener algo de todo ello, porque hasta ahora todo lo había puesto yo y, en resumidas cuentas, me estaba arruinando. Pero el viejo jugó bien sus cartas. "El veintisiete de este mes es mi cumpleaños", dijo. "No quiero pasarlo solo. Así, pues, dieciocho días. ¡Es mi oferta definitiva! No venderé mi historia por menos".

"De acuerdo entonces", suspiré. "¡Ese es el trato!".

El viejo se volvió y llamó al criado: "¡Bana! ¡Bana!" Llévate el vino. Trae champagne y copas"

"Atcha, Sahib, atcha"

"Y tú, Detwa, trae la caja de Hong-Dok y las fichas"

El muchacho volvió con la caja y a un gesto de la cabeza de su amo la puso delante de mí, presionando un muelle que hizo saltar la tapa. Era una gran caja de madera de sándalo, cuya delicada fragancia llenó el aire en cuestión de segundos. La madera estaba incrustada de las más finas hojas de madreperla y marfil; los lados, labrados con escenas de cocodrilos, elefantes y tigres. Pero lo que mostraba la tapa era la imagen de la Crucifixión; quizá era una copia de alguna vieja pintura. Sólo que aquí el Nazareno era barbilampiño y tenía un rostro ovalado que, de cualquier manera, adoptaba la expresión del más indecible sufrimiento. No le habían infligido daño alguno en un lado del cuerpo, ni se veía ninguna cruz; a este Cristo parecían haberlo clavado a una plancha o a un tablón. La inscripción sobre su cabeza tampoco mostraba las letras I.N.R.I, sino otras, a saber: K.V.K.II.C.L.E.

La representación de este Cristo crucificado tenía un extraño realismo; no pude evitar que me recordara a las pinturas de Mathias Grunewald, aunque en realidad no tenían nada en común. El concepto era radicalmente diferente; el artista que había hecho esto no parecía interesado en hacer descansar su logro en un naturalismo extremo cuyo fin fuese mostrar una inmensa piedad o una gran capacidad de comprensión del sufrimiento; lo que había aquí era un odio apasionado, una voluptuosa inmersión en el tormento del reo. El trabajo había sido realizado a conciencia; era la obra maestra de un gran artista.

El viejo notó mi entusiasmo. "Veo que lo ha entendido", dijo tranquilamente.

Levanté la caja con ambas manos: "¿Me la va a regalar?"

Él se echó a reír. "¡Regalar!... ¡No! Pero le he vendido mi historia, y la caja que tiene en sus manos... es mi historia"

Me puse a curiosear entre las fichas: las había redondas, triangulares y rectangulares... Piezas de madreperla de una profunda y metálica iridiscencia. Cada una de ellas mostraba a ambos lados una pequeña imagen, con los contornos moldeados, los detalles finamente trabajados.

"¿Me dará alguna pista sobre esto?", pregunté.

"¡Lo que está cogiendo es la pista! Si usted pone las piezas en el orden correcto para que se sigan unas otras podrá leer mi historia como si fuese un libro. Pero ahora cierre la tapa y limítese a escuchar. ¡Llénalas, Dewla!"

El muchacho llenó las copas, y bebimos. Luego cargó la pipa de su amo, se la entregó y le ofreció una cerilla encendida.

El viejo inhaló el humo acre y tosió de manera cortante. Se reclinó y con un gesto ordenó al muchacho que accionase el punkah.

"Verá", comenzó, "lo que haya oído de boca del Capitán Dufresnes o de cualquier otro, es cierto. Esta casa se ganó muy merecidamente su fama de ser el bungalow de la Légion. Aquí arriba se sentaban y bebían los oficiales. Los soldados rasos solían hacerlo allí abajo en el jardín; a menudo también invitaba a estos últimos a venir al mirador. Ya sabe, los franceses carecen de esos ridículos prejuicios de clase que tenemos nosotros; fuera del trabajo, un oficial vale tanto como su general. Sobre todo aquí en las colonias y en particular en la Légion, donde algunos oficiales patateros son simples campesinos, y muchos soldados, caballeros con educación. Yo bajaba a veces al jardín a beber con los hombres, y al que me caía simpático le ofrecía subir arriba con los demás. Créame, conocí en esos días un buen número de pordioseros, de auténticos sinvergüenzas, y también de críos que todavía anhelaban agarrarse al delantal de sus madres. Era mi gran museo particular, la Légion, mi gran libro privado, del que no dejaba de sacar nuevas aventuras y cuentos de hadas una y otra vez.

"Porque los muchachos siempre me contaban historias; les gustaba confesarse conmigo y abrirme sus corazones. Ya ve, es cierto, los légionnaires me adoraban, no sólo a causa del vino y de las horas ociosas que yo les ofrecía. Ya conoce usted la clase de gente de la que hablo, tipos que cuando echan el ojo a algo o a alguien simplemente lo consideran de su propiedad, lo adoptan o lo roban; sabrá que a ningún oficial o soldado se le ocurriría dejar la más pequeña cosa por ahí porque desaparecería en un abrir y cerrar de ojos. Bueno, pues en veinte años sólo sucedió una vez que un légionnaire me robase algo, y sus camaradas estuvieron a punto de matarlo de no haber intercedido yo personalmente. No me cree, ¿eh?… No se lo reprocho, yo tampoco lo creería de nadie si me lo cuentan, sin embargo es literalmente cierto. Los muchachos me adoraban porque sabían perfectamente que yo los adoraba a ellos. ¿Cómo surgió todo esto? Buen Dios, pues con el paso del tiempo. Aquí solo, sin mujer, sin hijos. La Légion... en fin, era la única cosa en el mundo que podía devolverme mi país, Alemania, lo único que convertía el Sông Lô en un lugar alemán, a pesar de la Tricolor. Lo sé, los ciudadanos que allí se inclinan respetuosos ante la Ley consideran a la Légion como el más asqueroso pozo de escoria. Carne de presidio, sin otra utilidad que la muerte. Pero esta escoria, que Alemania despacha a estas latitudes sin contemplaciones, estos marginados, a los que no se sabría dar el menor uso en el mundo de la patria madre tan lindamente lleno de reglas, me ofrecían tesoros de tan variado pelaje y de colores tan singulares que mi corazón se estremecía de placer. ¡Perlas baratas en cualquier caso, de acuerdo! De esas por las que no pagaría ni un cuarto de penique uno de esos joyeros dedicados a engarzar grandes diamantes para vendérselos a carniceros prósperos, pero sobre las que en una playa se inclinaría un niño. Un niño y un viejo tonto como yo. Y poetas chalados como usted, porque es lo que somos usted y yo: ¡niños y locos! Para nosotros estas escorias sí tienen valor y no queremos que desaparezcan. Pero desaparecen. Irremediablemente, una detrás de otra. Y qué manera de desaparecer: penosamente, miserablemente, siempre a través de largas torturas. Eso es lo que no puedo soportar. Una madre puede ver morir a sus hijos, a dos o tres. Se sienta ahí con las manos en su regazo, sin poder hacer nada por ellos. Pero todo eso pasa, y llega el día en que se libra de su dolor y empieza a sentirse bien otra vez. Yo en cambio... que soy el padre de la Légion, he visto morir a miles de muchachos, cada mes, casi cada semana morían y desaparecían. Y no podía hacer nada para ayudarlos, nada en absoluto. Ahora podrá entender por qué ya no me dedico a recoger escoria; no puedo soportar ver cómo mueren mis muchachos.

"¡Y qué formas de morir, Dios mío! En aquellos días los franceses todavía no se habían adentrado en el país tan profundamente como hoy. El puesto de avanzada más lejano estaba apenas a tres millas navegando río arriba, y había varios en los alrededores de Edgardhafen. La disentería y el tifus eran algo muy usual en aquellos campos húmedos, mano a mano con la anemia tropical que desarrollaban los soldados en todas partes. Ya conoce esta peculiar enfermedad; ya sabe lo rápido que mata. Llega sin avisar, como un ataque de debilidad con fiebre que apenas provoca que el pulso marche más rápido, día y noche. El paciente se niega a comer; se vuelve caprichoso, como si fuera una damisela. Lo único que pide es que lo dejen dormir, dormir todo el tiempo... hasta que llega el fin, poco a poco; el fin que él recibe con los brazos abiertos porque le permitirá dormir sin que lo molesten.

Los que morían de anemia eran los afortunados, esos y aquellos otros que caían en la batalla. Sabe Dios que no tiene gracia morir por una flecha envenenada, pero al fin y al cabo es rápido, todo ocurre en unas pocas horas. Pero qué pocos eran los que morían de esta manera... apenas uno entre mil. Y por cada uno de estos afortunados el resto debía pagar un horrible precio, todos esos que caían vivos en manos de los demonios amarillos. Karl Mattis por ejemplo, que había desertado de Deutz-Cuirassiers, cabo en la primera compañía, un cocinero joven, que no se hubiera echado atrás ante ningún peligro. Cuando el fuerte de Gambetta fue atacado por una fuerza mil veces superior en número, él y algunos otros decidieron deslizarse entre el enemigo e informar en Edgardhafen del asalto.

Durante la noche los atacaron, uno de ellos resultó muerto, a Mattis le dispararon en una pierna. Le dijo a su camarada que se fuera y estuvo cubriéndolo durante dos horas ante el empuje de los Banderas Negras. Al final lo capturaron, le ataron de manos y pies y lo sujetaron al tronco de un árbol, sobre un tramo del río poco profundo. Estuvo así tres días hasta que los cocodrilos lo devoraron, lentamente, poco a poco, y los cocodrilos mostraban más piedad que sus colegas de país los amarillos de dos piernas. Medio año más tarde capturaron a Hendrik Oldenkott, de Maastrich, un gigante que medía siete pies y cuya descomunal fuerza había sido su ruina; en un estado de gran intoxicación había matado a su propio hermano con sus propias manos. La Légion lo salvó de la cárcel, pero no de los jueces que lo esperaban aquí. Fue hallado un día ahí abajo, en el jardín, todavía vivo. Le habían abierto la barriga, llenándole la cavidad abdominal con ratas y cosiéndosela minuciosamente otra vez. Al teniente Heudelimont y a dos soldados les sacaron los ojos con agujas al rojo vivo; los encontraron vagando por la selva medio muertos de hambre. Arrancaron a golpes los pies del Sargento Jakob Bieberich y le hicieron bailar la Mazeppa sobre un cocodrilo muerto. Lo encontramos a un lado del río cerca de Edgardhafen; estuvo agonizando en el hospital durante tres semanas antes de morir.

"¿Le basta con esta lista? Podría continuar, hilvanando nombre tras nombre. Llegado a un punto uno deja de llorar. Pero las lágrimas que derramé por cada uno de ellos darían para llenar un barril, el más grande que pueda encontrar en mi bodega. Y la historia que contiene esta caja de fichas es sólo la gota que hizo que el barril se desbordara"

El viejo cogió la caja y la abrió. Sus uñas buscaron entre las fichas, separó una y me la dio. "Ahí tiene; este es el héroe de la historia"

La ficha de madreperla era redonda y mostraba la imagen de un légionnaire de uniforme. Su rostro tenía una gran semejanza con el del Cristo de la tapa; en el reverso leí la misma inscripción que había sobre la cabeza del crucificado: K.V.K.S.II.C.L.E. Aventuré: K. von K., soldado, segunda clase, Légion Etrangère.

"¡Correcto!", dijo el viejo. "Ese es él: Karl von K...". Se detuvo. "No, el nombre es lo de menos. Lo encontrará fácilmente en cualquier registro naval, si le interesa. Era un cadete antes de que viniera aquí. Tuvo que dejar el servicio y abandonar su país al mismo tiempo; creo recordar que fue por culpa de ese estúpido párrafo 218 de nuestro anterior código penal*. No se ha redactado otro tan idiota y que sirviera mejor a la Légion que ese.

"Dios, era un placer mirarlo, a este cadete. Caía bien a todo el mundo, a sus camaradas y a los oficiales por igual. Un muchacho desesperado consciente de que había echado a perder todas las oportunidades de su vida, dedicado ahora a llevarlo todo al límite. En Argelia defendió un fuerte él solo; cuando todos los oficiales se dieron el piro, él asumió el mando de diez légionnaires y de unos pocos goumiers y defendió el agujero hasta que llegaron los refuerzos unas semanas más tarde. Fue cuando lo ascendieron por primera vez; lo ascenderían dos veces más, y otras tantas fue degradado. Así funciona en la Légion; un día eres sargento y al siguiente soldado raso. Lo importante es que estés ahí, disponible para ser enviado a campo abierto; pero en la atmósfera de los pueblos esta ilimitada libertad sólo acaba siendo fuente de problemas; en el momento menos pensado se meten en el lío más feo que pueda imagnar. Fue este cadete quien saltó al agua tras el General Barry en el Mar Rojo, cuando este resbaló de una pasarela. Le ayudó a salir sin hacer caso a los tiburones y mientras sus compañeros se partían de risa.

"¿Sus defectos? Bueno, bebía como un cosaco. Como todos los légionnaires. Y como ellos también, se lanzaba de cabeza detrás de cualquier falda, siempre pedir permiso primero. También trataba a los nativos un poco peor de lo que hubiese sido absolutamente necesario. Al margen de eso era un tipo magnífico, para quien ninguna apuesta era demasiado alta. Era listo; en pocos meses conocía mejor la jerga de los amarillos que yo en todos los años que llevo viviendo aquí en mi bungalow. Sus colegas pensaban que yo estaba chiflado por él. Vale, vale, no era tan grave como eso; pero sí que le tenía mucho aprecio, y él también me apreciaba incluso más que el resto. Permaneció un año en Edgardhafen; casi se bebe mi bodega. Nunca decía a la cuarta ronda: "No gracias, es suficiente", como sí dice usted. ¡Vamos, beba! ¡Bana, llena las copas!

"Luego se fue a Fort Valmy, que en esa época era la estación más distante. Para llegar allí hay que navegar en junco cuatro días río arriba a través de los interminables meandros del Río Rojo. Pero en realidad está mucho más cerca en línea recta; con mi yegua puedo llegar en dieciocho horas. En aquellos días él ya venía aquí muy ocasionalmente; pero aun así lo veía a veces, cuando yo iba a Fort Valmy a visitar a otro amigo mío. Hong-Dok, el que hizo esta caja. ¿Sonríe usted? ¿Hong-Dok, amigo mío? Pues lo era. Lo crea o no. Por extraño que le parezca ahí fuera vive gente a la que puede considerar su igual. Pocos, debo admitirlo. Pero él era uno de ellos, Hong-Dok. Y quizá era algo más que un igual para mí. Fort Valmy, sí...tenemos que ir usted y yo allí, uno de estos días; ahora es el acuartelamiento de los Marines y ya no hay légionnaires. Es un pueblo increíblemente sucio y viejo; la antigua fortaleza francesa se levanta sobre él en lo alto, construida en una colina cerca del río. Calles estrechas y llenas de barro, casas miserables. Pero eso es actualmente. Hace muchos siglos tuvo que ser una ciudad grande y hermosa, hasta que llegaron del Norte los Heiqijun, esos malditos Banderas Negras que todavía hoy nos dan problemas. Las montañas de desechos alrededor del pueblo son seis veces más grandes que el mismo pueblo; todo el que quiera construir algo allí encontrará material de sobras para hacerlo. Y justo entre esas lamentables ruinas todavía se alza una vieja casa pegada al río, podría llamarse un palacio en su día. El hogar de Hong-Dok. Lleva allí desde tiempos inmemoriales. Los Heiqijun la respetaron, por alguna clase de temor supersticioso.

"Los que dirigieron una vez este país vivían en esa casa: los ancestros de Hong-Dok. Un centenar de antepasados, doscientos, incluso trescientos centenares que le precedieron a él. Más que todas las dinastías europeas juntas. Y Hong-Dok las recordaba todas. Conocía sus nombres, conocía lo que habían hecho. Habían sido príncipes y emperadores, pero Hong-Dok trabajaba la madera como su padre, como su abuelo y su bisabuelo. Porque los Banderas Negras habían respetado la casa pero poco más. Las nuevas leyes que trajeron consigo los redujeron a la pobreza al igual que al resto de habitantes del país. Así fue como la vieja casa de piedra se fue desmoronando poco a poco entre los arbustos de rojos hibiscos en flor. Entonces aparecieron ellos, los franceses, trayendo un nuevo glamour y algunas esperanzas. Porque el padre de Hong-Dok no había olvidado la historia de su país y sabía lo que tenía que hacer a cada momento. Cuando los europeos tomaron posesión de su tierra, fue el primero en el Río Rojo que los recibió con los brazos abiertos. Prestó grandes y valiosos servicios a los franceses, y en gratitud, ellos le entregaron tierras y ganado y un pequeño estipendio, convirtiéndolo en algo parecido a un prefecto civil en la zona. Esa fue la última pizca de buena suerte de que disfrutaría esa insigne dinastía. Hoy día la casa es un montón de escombros que no se distingue en nada de sus alrededores. Los légionnaires la demolieron; no dejaron piedra sobre piedra; se ensañaron con ella en venganza por la muerte del cadete, porque su asesino se les escapó de las manos. Hong-Dok, mi viejo amigo. Aquí tiene usted su retrato"

El viejo me dio otra ficha. Por una cara mostraba el nombre de Hong-Dok escrito en letras romanas; por la otra, la imagen de un noble de rasgos nativos vestido de la forma típica del lugar; pero el autor la había trabajado pobremente y sin esmerarse en los detalles, muy lejos de lo que había obtenido en las otras fichas.

Edgar Widerhold leyó mis pensamientos. "Sí, tiene razón", dijo; "no es buena, esta ficha. Es la única entre todas de la que se puede decir eso. Resulta curioso, es como si a Hong-Dok no le hubiese interesado nada llamar la atención sobre su propia persona. ¡Pero observe esta pequeña gema!"

Con la uña de su dedo índice me acercó otra ficha: el retrato de una mujer joven de una belleza tal que no hubiera suscitado ninguna objeción incluso dentro de los cánones europeos. Aparecía junto a un hibisco en flor con un pequeño abanico en su mano izquierda. Era una obra maestra de insuperable perfección. En el reverso, otro nombre: Ot-Chen.

"El tercer personaje en la tragedia de Fort Valmy", continuó el viejo. "En estas otras puede echar un vistazo a los actores secundarios". Empujó hacia mí unas cuantas docenas de fichas; mostraban grandes cocodrilos en toda clase de posiciones; algunos nadando en río, otros durmiendo en la orilla, unos pocos con la boca abierta enseñando los dientes, otros moviendo sus colas o levantándose sobre sus patas. Algunos resultaban bastante convencionales en su ejecución pero la mayoría de las fichas revelaban una extraordinaria capacidad de observación de los hábitos de estos animales.

Deslizó hacia mí otra pila de fichas con sus amarillentas garras de anciano. "El escenario", dijo. Una ficha mostraba una gran construcción de piedra, sin duda la casa del artista; en otra había representaciones de diversas estancias y viñetas de un jardín. Estas últimas dejaban ver el panorama del Sông Lô y del Río Rojo. Una de ellas los mostraba desde la perspectiva del mirador de Widerhold. Cada una de estas maravillosas fichas suscitaba en mí una ilimitada admiración; realmente me sentía tentado a ponerme de parte del artista, y en contra del cadete. Estiré mi mano pidiendo más.

"¡No!", dijo el viejo, "¡tiene que esperar! verá cada una en su orden correcto, una detrás de otra. Como ya le he dicho, Hong-Dok era amigo mío tal como lo fue su padre antes que él. A lo largo de los años ambos habían trabajado para mí. Yo era prácticamente su único cliente. Cuando se hicieron ricos, siguieron cultivando su arte, sólo que ya no cobraron ninguna clase de honorarios por ello. El padre de Hong-Dok llegó al punto de tratar de devolverme hasta el último penique que yo le había pagado, y tuve que aceptar porque no deseaba ofenderlo. Todo lo que usted con tanta admiración suele contemplar en mis armarios me salió gratis.

"El cadete entabló amistad con Hong-Dok gracias a mí, naturalmente; fui yo quien lo llevé allí por primera vez. Ya sé lo que va a decir: el cadete se lanzaba detrás de cualquier falda y Ot-Chen era una presa de lo más deseable. ¿A que sí? y yo, por supuesto, debí imaginar que Hong-Dok no iba a quedarse allí cruzado de brazos mirándolos, ¿verdad? Pues se equivoca. No era así. No había nada que yo pudiera prever o temer. Usted quizá sí se lo hubiera imaginado, pero no yo, que conocía a Hong-Dok muy bien. Cuando pasó todo y Hong-Dok me contó la historia aquí en esta misma terraza donde estamos sentados -oh, y lo hizo con mucha más calma y serenidad de la que yo puedo mostrarle a usted ahora- yo no le dí crédito, simplemente no creí lo que me estaba diciendo. Hasta que vi la prueba misma flotando en el río y dirigiéndose hacia mí. Entonces tuve que creerlo. Desde entonces he pensado mucho en ello y creo haber adivinado algunas curiosas razones por las que Hong-Dok obró como obró. No todas, claro, pero dígame quién es capaz de leer en un cerebro marcado por la impronta de cientos de generaciones y saturado por las sensaciones del poder, por el sentido estético de la realidad, por la penetrante sabiduría que da el opio.

"No, créame, yo no podía adivinarlo. Si alguien me hubiese preguntado entonces, '¿qué cree usted que hará Hong-Dok, si el cadete seduce a Ot-Chen o a cualquiera de sus otras nueve esposas?', yo hubiera respondido sin dudar: "¡Oh, ni siquiera levantará la vista de lo que esté haciendo en ese momento! O incluso, de cogerlo de buen humor, quizá reaccione regalándole algún presente de Ot-Chen al cadete'. Así debería haber actuado el Hong-Dok que yo conocía, así y no de otro modo. A Ho-Nam, otra de sus esposas, la sorprendió una vez con cierto intérprete chino; decidió que cualquier clase de recriminación iría contra su propia dignidad y no les dijo ni una palabra. En otra ocasión fue la propia Ot-Chen quien lo engañó. Espero que entienda con esto que no existía en él ninguna preferencia particular por esta muchacha. Resultó que los ojos almendrados de uno de los hindúes que me acompañaban fascinaron a la pequeña Ot-Chen, y aunque eran demasiado tímidos para dirigirse la palabra el uno al otro, Hong-Dok los sorprendió arrumados en su jardín; pero nunca levantó su mano contra su esposa, ni me permitió en modo alguno castigar al muchacho. Actuó como si un perro cualquiera le hubiese ladrado en la calle; girando apenas la cabeza. Para mí, pues, no existía la más remota posibilidad de que un hombre de filosofía tan inquebrantablemente flemática como Hong-Dok perdiese la cabeza de pronto y actuase de forma temperamental. Y lo cierto es que, aparte de eso, las investigaciones rigurosas que llevamos a cabo tras su huida demostraron que Hong-Dok actuó de forma cuidadosa y deliberada, ejecutando al milímetro cada detalle de su plan. Así, parece que el cadete se convirtió durante tres meses en una visita constante en la casa de piedra, y durante todo este tiempo mantuvo relaciones con Ot-Chen, relaciones sobre las que Hong-Dok fue informado por uno de sus sirvientes unas semanas después de que empezaran a tener lugar. A pesar de ello, los dejó continuar tranquilamente, empleando todo este tiempo para que madurase su cruel venganza que, estoy seguro ahora, debió decidir desde el primer momento.

La pregunta es, ¿por qué se tomó como el más amargo insulto lo que hizo el cadete, cuando la misma acción cometida por mi muchacho hindú apenas le hizo fruncir el ceño? Puedo equivocarme, pero creo que tras mucho pensar en ello he podido seguir el tortuoso hilo de sus pensamientos. Mire, Hong-Dok era un rey. Nosotros nos reímos al leer en nuestras monedas las iniciales D.G. y la mayoría de los príncipes europeos no se toman menos a broma lo de "por la gracia de Dios". Pero imagine a un monarca que sí lo cree, un monarca firmemente convencido de que lo es por designio expreso de la providencia. Sé que la comparación puede no ser del todo adecuada, pero hay una semejanza. Hong-Dok claro está que no creía en dios alguno; sólo creía en los preceptos del Gran Filósofo; pero que él y su familia pertenecían a una casta superior, al margen del resto, de eso no le cabía duda. Durante siglos inmemoriales sus ancestros habían sido gobernadores, monarcas con un poder casi ilimitado. Cualquiera de nuestros príncipes, a poco que no sea idiota, sabe perfectamente que existen en su país personas mucho más listas y mejor educadas que él. Hong-Dok y todos sus ancestros estaban convencidos justo de lo contrario; de las grandes masas de su gente los separó siempre un abismo gigantesco. Sólo ellos mandaban; el resto obedecía como esclavos. Sólo ellos tenían sabiduría y conocimiento; el contacto con sus semejantes se producía sólo en raras ocasiones cuando llegaban por mar los embajadores de los reinos vecinos, o de Siam, al Sur, o los mandarines chinos, a través de las montañas del salvaje Meos. Podríamos decir que los ancestros de Hong-Dok eran dioses que vivían entre los hombres. O tal vez hombres que vivían entre animales inmundos: lo experimentaban como formas de vida distintas. ¿Ve usted ahora la diferencia? Nos ladra un perro en la calle: apenas giramos la cabeza.

"Entonces llegó la invasión de los bárbaros del norte, los Heiqijun. Tomaron el país y destruyeron el pueblo, y también otros pueblos de otras regiones próximas. Sólo respetaron el palacio de estos monarcas; ni a ellos ni a sus sirvientes les tocaron un pelo. Donde antes hubo paz, ahora reinaba el saqueo y el asesinato, pero el caos no alcanzó al Palacio del Río Rojo. Y los ancestros de Hong-Dok despreciaron a estas hordas salvajes del mismo modo que habían despreciado a su propia gente; el abismo que los separaba de todos ellos seguía allí, protegiéndolos. Animales eran, exactamente como los otros; ellos en cambio eran hombres, hombres que conocían y seguían los preceptos del Filósofo.

"Entonces apareció un relámpago entre la neblina del río. Desde las regiones más distantes llegaron los extraños hombres blancos, y el padre que Hong-Dok vio con júbilo que estos eran hombres. Por supuesto, no olvidaba la diferencia entre él y ellos, pero esta diferencia era infinitamente pequeña comparada con la que los separaba de las gentes de su país. Y al igual que otros nobles de Tonkin, sintió que pertenecían a la misma clase. De aquí su pronta asistencia y su disposición a servirles desde el primer momento, ayudándoles a distinguir entre los pacíficos nativos y las belicosas hordas del norte. Cuando fue nombrado prefecto civil de su país su gente lo consideró normal. Era el lógico soberano. A él le debían haber sido liberados del yugo de los Heiqijun; los franceses habían sido sólo sus instrumentos, guerreros de un país extranjero que habían acudido a su llamada. Así fue como recuperaron el gobierno sobre su gente, con todo el ilimitado poder de sus ancestros, de quienes todavía se hablaba en narraciones y leyendas medio olvidadas.

Hong-Dok creció así. Un hijo de Príncipe destinado a serlo él mismo. Al igual que su padre, juzgaba a los europeos como hombres, no como estúpidos animales. Pero con su fortuna y su gloria reconstruidas otra vez tuvo tiempo para examinar más de cerca a estos extranjeros, meditando sobre las diferencias existentes entre él y ellos. Estaba en contacto constante con la Légion y al igual que yo aprendió a distinguir entre el soldado raso que era un auténtico caballero y el oficial que era, en el fondo, un siervo, sin dejarse confundir por los galones. Aquí en el Este, no en vano, se tiene más en cuenta la educación de un hombre que su origen. Sabía que estos guerreros destacaban sobre su propia gente; no sobre él, claro está. Pero si su padre los había considerado sus iguales, Hong-Dok no pensaba lo mismo. Cuanto más los conocía más persuadido estaba de que pertenecían a una clase inferior. Eran dignos y maravillosos, sí, magníficos guerreros. Cada uno de ellos valía lo que cien Banderas Negras, pero ¿los hacía eso tan notables en realidad? Hong-Dok despreciaba a la soldadesca tanto como a cualquier otra profesión. Estos légionnaires no eran analfabetos, sabían leer —incluso conocían el lenguaje de Hong-Dok—, pero apenas uno entre mil sabía algo de los preceptos del Filósofo. Lo cual no era algo que les hubiera exigido de hallar en ellos indicios de otra sabiduría igualmente profunda. Observó, y no vio nada. Estos hombres blancos ignoraban tanto del origen último de todas las cosas como el más bajo de sus adictos al opio. Lo que más lo decepcionó fue la actitud que mostraban ante su propia religión. No la religión en sí, entiéndalo. El credo cristiano era tan bueno como cualquier otro. Ahora bien: nuestros légionnaires son cualquier cosa menos individuos religiosos. No hay clérigo en el mundo que le hubiese permitido participar de sus sacramentos. Y aun así, en momentos de gran peligro, cuando yacían mutilados, algunos se ponían a rezar. Hong-Dok se dio cuenta de ello. Observó que esta gente realmente creía que en una situación desesperada el cielo podía asistirlos. Continuó con sus investigaciones. ¿Le he dicho ya que Hong-Dok hablaba francés mejor que yo mismo? Entabló amistad con el amable capellán de Fort Valmy. Lo que fue descubriendo corroboró todavía más el sentido de su propia superioridad. Recuerdo perfectamente cuando me habló de estos asuntos una tarde en su saloncito de fumar, su sonrisa al hacerme notar que ahora por fin lo sabía todo acerca del culto de los cristianos, y que incluso nuestro capellán era un ignorante de sus propios símbolos.

"Lo peor de todo es que tenía razón; no pude discutírselo. Nosotros los europeos somos creyentes o no lo somos. En Europa hay cristianos que guardan la fe de sus padres con auténtica devoción y hacen de ella un relicario sagrado de profundos símbolos, pero aquí en Tonkin ya puede usted intentar encontrar uno, que ni aun con el farol de Diógenes hallará algo semejante. Para los sabios orientales es sin embargo natural, algo con lo que nacen y que es considerado parte esencial en un hombre de auténtica educación. Hong-Dok descubrió la total ausencia de todo ello en sus amigos extranjeros. Ni siquiera pudo intercambiar con el capellán los pensamientos más elementales, y gran parte de su antigua admiración y estima desaparecieron. Los europeos le eran superiores en muchas cosas —cosas a fin de cuentas, a las que él otorgaba escaso valor. En otras, los juzgaba sus iguales. Pero en lo más importante, en el más profundo reconocimiento del secreto de la vida, estaban a años luz de él. Por debajo de él.

Con el transcurso de los años este descontento fue engendrando un odio que no dejó nunca de crecer, en proporción al reconocimiento de que los extranjeros eran los verdaderos dueños de su país, amasando más poder en sus manos a cada día que pasaba. Ya ni siquiera parecían necesitar de las actividades mediadoras que había ejercido su padre hacía años y más adelante él mismo; al fin y al cabo, un espejismo de auténtico poder; decidió que su padre se había equivocado con ellos, y que la gran casa de piedra al lado del río ya no significaba nada. A pesar de todo, personalmente no creo que la amargura se apoderase de la mente de este filósofo, acostumbrado como estaba a tomar las cosas como venían. Al contrario, es posible que la conciencia de su propia superioridad fuese entonces para él su mayor fuente de satisfacción. La relación con los europeos que Hong-Dok desarrolló en el curso de esos años fue muy simple; se retiró dentro de sí mismo cuanto pudo, y en apariencia siguió tratándolos con tanta sinceridad como si fueran sus iguales. Pero cerró a todos las puertas y ventanas de la casa situada tras su anguloso cráneo amarillo. Si de vez en cuando me la abría a mí era debido a una amistad que se remontaba prácticamente a sus primeros días en este mundo, y que pervivía en parte debido a mi vivo interés por su arte.

"Así era Hong-Dok. Ni por un momento se alteró cuando algunas de sus esposas tomaron como amantes a mis muchachos o al intérprete chino. Si estos incidentes tan baladíes hubiesen tenido alguna consecuencia, Hong-Dok sencillamente habría ahogado a los bebés como a cachorros de perro; sin especial odio, sólo porque no habían sido deseados. Y si el cadete cuando le echó el ojo a Ot-Chen se la hubiese pedido a Hong-Dok, como quien pide un regalo, este se la hubiera entregado al instante.

"Pero el cadete entró en su casa disimulando y fingiéndose un caballero. Y se la robó, igual que si un ladronzuelo hubiera robado algo de su cocina. Hong-Dok había notado desde el primer momento que el légionnaire estaba hecho de una pasta más fina que la mayor parte de sus camaradas; yo me di cuenta, porque con él siempre se abría un poco más que con los demás. Y durante la relación que entre los dos se estableció después —todo esto son suposiciones por mi parte—, el cadete probablemente trató a Hong-Dok como hubiera tratado en Alemania a un distinguido noble al que debiese el mayor respeto y la mayor admiración. Desplegó todos sus encantos, su brillante diplomacia, y estoy seguro de que tuvo éxito en fascinar a Hong-Dok tanto como había tenido en fascinarme a mí o a cualquiera de sus superiores; simplemente, no podías dejar de querer a este muchacho tan listo, tan espontáneo, tan atractivo. Eso es lo que Hong-Dok se dignó a hacer: bajó de su elevado trono. Él, el monarca, el artista, el gran discípulo de Confucio. Se rebajó a brindar su amistad a un légionnaire; ciertamente más de lo que había hecho con cualquier otro antes.

Luego uno de sus sirvientes le informó de lo que estaba pasando. Desde su ventana pudo ver con sus propios ojos al cadete haciéndole el amor a Ot-Chen en su jardín.

De modo que esa era la razón por la que venía a su casa. No por él, sino por ella. ¡Una mujer! ¡Un simple animal! Hong-Dok se sintió engañado y lleno de vergüenza. ¡Pero no como un típico marido europeo! Este extranjero había fingido quererlo, y él lo había retribuido con su sincera amistad. Esa era la auténtica cuestión. Que a él, en su orgullosa sabiduría, lo había engañado un soldado de baja estofa que en secreto, como un ladrón, sólo tenía en mente robarle a su esposa. Que hubiese malgastado su amor en alguien tan miserable, tan indigno. Ya ve. Eso y no otra es lo que este demonio amarillo lleno de orgullo no podía tolerar.

Una tarde vino al bungalow con sus sirvientes. Descendió del palanquín y se aproximó sonriendo a la balaustrada. Traía presentes para mí, como solía hacer: pequeños abanicos delicadamente tallados en marfil. Conmigo había algunos oficiales en ese momento. Hong-Dok los saludó a todos con la mayor de las cortesías y se sentó con nosotros, sin tomar parte en la conversación; apenas dijo tres palabras hasta que al cabo de una hora se marcharon todos. Esperó hasta que el sonido de sus caballos se perdió a lo largo de la vera del río. Entonces empezó a hablar, con mucha calma, muy suavemente, como si me trajera la mejor de las noticias posibles: 'He venido a contarle algo; he crucificado al cadete y a Ot-Chen'

"Aunque Hong-Dok no era de los que gastaban muchas bromas, no pude tomarme un comentario tan chocante de otro modo; tenía que esconder algo divertido detrás. Y me gustó tanto el tono en que lo dijo —tan parco, tan a la ligera— que le seguí la broma sin vacilar, respondiéndole en el mismo tono: '¿Ah, si? ¿Sólo?'

"'También he hecho que les cosieran los labios', añadió.

"Esta vez me eché a reír. '¡No puedo creerlo! ¿Y por qué les ha concedido ese gran honor?'

"Hong-Dok respondió tranquilo y sereno, pero sin que la comisura de sus labios dejaran de sonreír: '¿Por qué? Los pillé con las manos en la masa'

"Esta expresión pareció gustarle tanto que la repitió. Sin duda la había oído o leído en algún sitio, pareciéndole muy cómico que los europeos hiciéramos hincapié en un detalle tan absurdo como sorprender a un sinvergüenza in fraganti; como si descubrirlo justo entonces, o antes, o después revistiese una especial importancia. Lo dijo con acento de fingida importancia, exagerando el tono, lo que delataba mejor que ninguna otra cosa su profundo disgusto.

"'¿Estoy equivocado, o en Europa se considera que el marido engañado tiene perfecto derecho a limpiar su honor castigando al ladrón?'

La desdeñosa seguridad de sus palabras me cortó y no supe qué responderle. Él continuó con la misma sonrisa, como recapitulando lo que a todas luces era algo obvio: 'Así pues, les he castigado a ambos. Y ya que él es cristiano, medité sobre la manera más correcta de matar a un cristiano; decidí que crucificarlo le iba muy bien al joven. ¿No está de acuerdo conmigo?'

Esta curiosa manera de bromear por su parte no me preocupó lo más mínimo. Ni por un momento pensé que pudiese estar hablando en serio; pero empecé a sentirme incómodo y deseé que acabase de una vez con su historia. Por supuesto le creí cuando me dijo que el cadete estaba liado con Ot-Chen, y se me ocurrió que lo que Hong-Dok estaba haciendo era burlarse de nuestras costumbres europeas y de nuestra concepción del honor marital, reduciéndolo todo ad absurdum. Así que le dije: '¡Ciertamente! ¡Tiene usted toda la razón! estoy seguro de que el cadete ha sabido apreciar su cortesía'

"Pero Hong-Dok negó con la cabeza, casi con tristeza: 'Me temo que no. Al menos, no me ha dicho una palabra al respecto. Se ha limitado a echarse a llorar'

"¿Se ha echado a llorar?”

"'Así es', dijo Hong-Dok, con pesar. 'No ha parado de llorar todo el tiempo. Mucho más que Ot-Chen. Le pedía ayuda a su dios, y entretanto lloraba. Más que un perro apaleado hasta la muerte, a decir verdad. Ha sido muy desagradable. ¡Y esa es la razón por la que he tenido que coserle la boca!'

"Yo ya había tenido suficiente con sus bromas. Quería que parara de una vez. Le interrumpí: '¿Es eso todo lo que quería decirme?'

"'Sí, eso es todo. Los he sorprendido juntos, he hecho que los ataran y me los trajeran desnudos, les he cosido los labios y los he crucificado. Luego los he tirado al río a los dos'

"Me alegré de que pusiera fin a su historia. 'Muy bien, ¿y qué?'. Yo todavía esperaba que me explicase de qué iba la cosa.

"Hong-Dok me miró con los ojos muy abiertos, como si no entendiese qué más esperaba yo. 'Bueno, ¡sólo ha sido la venganza de un pobre marido burlado!'

"Sí, sí, ya le he entendido, ahora dígame, ¿qué quiere decir? ¿Cuál es la gracia?'

"'¿La gracia?'. Me mostró una gran sonrisa, como si de pronto la palabra le hubiese hecho recordar algo. '¡Oh, sí! Sólo tiene que esperar un poco'. Se reclinó en su silla y calló. Yo no sentía el menor deseo de que continuase con su perorata y seguí su ejemplo; que terminase con su morbosa historia cuando le diese la gana.

"Permanecimos allí sentados durante una media hora, sin cruzar palabra. Dentro de la casa, en una de las habitaciones, un reloj dio las seis. 'En unos minutos deberían llegar', dijo Hong-Dok muy tranquilo. Se volvió hacia mí: '¿Sería tan amable de pedir a su muchacho que le trajese su telescopio?'

Llamé a Bana; me trajo un par de telescopios. Pero antes de que les entregasen uno, se levantó y se inclinó sobre la balaustrada, señalando en dirección al río. Gritó con satisfacción: '¡Mire, mire! ¡Ahí llega la gracia!'

"Cogí el telescopio y miré a través de ellos con ansiedad. En el río, en lo más alto del río, distinguí una manchita flotando en medio de la corriente. Se acercaba. Vi que era una pequeña balsa. Y en la balsa dos personas, dos personas desnudas. Corrí a un extremo de la baranda tratando de ver mejor. Había una mujer tumbada boca arriba, con las largas trenzas negras flotando en el agua; reconocí a Ot-Chen. Y encima de ella, un hombre. No podía verle la cara pero su pelo, ese pelo rojizo... ¡Ah, el cadete! ¡El cadete!

Le habían clavado las manos a un tablero una sobra otra, también los pies. Por la madera corrían oscuros y delgados chorros de sangre. En ese momento vi cómo levantaba la cabeza, moviéndola con desesperación. Me di cuenta de que estaba haciéndome señas. ¡Todavía estaban vivos!

"Dejé caer el telescopio; creo que perdí la conciencia por unos segundos. Sólo por unos segundos. Enseguida llamé a gritos a mis sirvientes, como un hombre que se ha vuelto loco. '¡Todo el mundo a los botes!". Corrí a lo largo de la baranda. Vi a Hong-Dok apoyado en ella, sonriendo dulcemente, amigablemente. Igual que si me estuviese preguntando: 'Bueno, ¿no cree ahora que tiene gracia la cosa?'

"Sabe usted, a veces la gente se burla de mis uñas. Pero en ese instante, le doy mi palabra, supe exactamente para qué servían. Agarré al canalla por el cuello y comencé a estrangularlo. Pude sentir cómo mis uñas se hundían en la carne de su maldito pescuezo...

"Lo solté. Cayó al suelo como un saco. Yo me lancé como un poseído escaleras abajo, con mis sirvientes detrás. Fui el primero en alcanzar uno de los botes. Pero cuando uno de mis muchachos saltó dentro se hundió en el agua hasta la cintura; habían abierto un gran agujero en el centro. Probamos con un segundo, con un tercero. No encontramos ni uno que no estuviese lleno de agua hasta el trancanil; habían agujereado todos los maderos. Ordené a los sirvientes que prepararan el gran junco; nos metimos en él sin orden ni concierto. Pero, al igual que el resto de los botes, vimos que la quilla estaba perforada. Nos hundimos profundamente en el agua. Imposible creer que pudiese avanzar con él más de una yarda desde el amarre.

"'¡Los sirvientes de Hong-Dok!', gritó uno de mis hindúes. '¡Han sido ellos! ¡Antes los he visto rondando por aquí!'

"Saltamos a la orilla. Di órdenes de sacar uno de los botes, achicar el agua y afianzar con una tabla la quilla. Los muchachos volvieron a saltar al agua, entre todos agarraron una barcaza y comenzaron empujarla y arrastrarla a tierra, casi abrumados por el peso de la embarcación. Yo seguía gritándoles, observando entretanto el curso del río.

"Vi pasar la balsa ante mí, ¡ay! apenas a cincuenta yardas de la orilla. Estiré los brazos como si pudiese agarrarla con las manos...

"¿Qué dice usted? ¿Echarme al agua y nadar hasta alcanzarla? Sí, claro... ¡puede que en el Rin o en el Elba! pero ¿en el Sông Lô? Recuerde que era junio, ¡junio! El río era un enjambre de cocodrilos, en particular cuando se ponía el sol. Los asquerosos se desplazaban y movían alrededor de la balsa, vi a uno de ellos alzándose sobre sus patas, golpeando con su cabeza los cuerpos crucificados. Podían oler a su presa y la seguían con impaciencia, río abajo...

"El cadete levantó la cabeza en un gesto de desesperación. Le grité que ya íbamos, que ya íbamos...

"Pero era como si el río estuviese de parte de Hong-Dok; agarró la barcaza con sus dedos de fango y no la dejó ir. Salté al agua con los muchachos y les ayudé a empujarla. Por mucho que nos esforzábamos apenas podíamos moverla, levantándola pulgada a pulgada. Y el sol ya se ponía y veíamos a la balsa perderse en el horizonte, cada vez más lejos de nosotros.

"Mi capataz llegó con algunos caballos. Los atamos a la barcaza y azotamos a los animales. Por fin comenzó a moverse. Un esfuerzo más, otro, gritando y azotando. Colocamos la barca en la orilla. El agua salía de ella a borbotones; los sirvientes fijaron tablas en el fondo. Pero para entonces ya había caído la noche.

"Cogí el timón. Seis hombres se pusieron a los remos. Otros tres achicaban el agua que seguía entrando por la quilla. A pesar de todos nuestros esfuerzos, subía y pronto nos llegó a las pantorrillas. Tuve que hacer que dos de los remeros se unieran a los que sacaban el agua, y luego otros dos. Avanzábamos con insoportable lentitud.

"Me ayudaba de grandes antorchas para tratar de distinguir algo. Pero no encontramos nada. Muchas veces creímos verlos, pero cuando nos aproximamos resultó ser sólo el tronco de un árbol a la deriva o un caimán. No encontramos nada. Buscamos durante horas y no encontramos nada. Volvimos a Edgardhafen y di la alarma. El comandante envió cinco barcos y dos grandes juncos. Buscaron en el río durante tres días pero no tuvieron más suerte que nosotros. Despachamos cables a todas las estaciones río abajo. Nada. Nadie volvió a verlo, pobre cadete.

"¿Qué diría usted que pasó? Bueno, la balsa posiblemente fondeó en algún lugar de la orilla. O chocó contra el tronco de un árbol y se partió. De una manera u otra, los reptiles cayeron sobre su presa"

El viejo apuró su vaso y lo alargó al muchacho que nos servia. Bebió rápidamente una vez más, de un solo trago. Se acarició la sucia barba gris con sus largas uñas.

"Sí", continuó, "esa es la historia. Cuando volvimos al bungalow Hong-Dok había desaparecido, y con él todos sus sirvientes. Luego llegó la investigación. Ya le he hablado antes de ella. Nada especialmente nuevo salió a la luz. Hong Dok había huido. Y nunca volvimos a saber de él, hasta que un día me llegó esta caja de fichas; alguien la dejó aquí mientras yo estaba ausente. Mis muchachos me dijeron que fue un comerciante chino. Hice que investigaran pero fue en vano. Aquí tiene, cójala; puede mirar las fichas que no ha visto todavía"

Empujó hacia mí las fichas de madreselva. "Esta muestra a Hong-Dok siendo traído aquí por sus sirvientes en el palanquín. Aquí puede vernos a él y a mí en el mirador; aquí está él, mientras yo lo agarro por el cuello. Hay bastantes fichas representando nuestros esfuerzos por sacar la barca del agua, y aquí hay otras describiendo nuestra búsqueda nocturna en el río. En una ficha están Ot-Chen y el cadete siendo crucificados, y en otra en el momento en que les cosen los labios. Este es Hong-Dok escapando; esto de aquí es mi mano, como una garra, y en el reverso el cuello de Hong-Dok lleno de cicatrices"

El viejo encendió de nuevo su pipa. "¡Ahora llévese su maldita caja!", dijo. "Puede que las fichas le traigan buena suerte en el póquer. Hay suficiente sangre en ellas"

Y esta es una historia real.

Hanns Heinz Ewers: The Box of Counters (Der Spielkasten)

"The International", XI,12, New York, December 1917

* Referido al delito de interrupción del embarazo

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