HANNS HEINZ EWERS: MI MADRE, LA BRUJA



Esto es lo que el Doctor Kaspar Krazykat escribió a su hermano:

Querido hermano:

Gracias por tu carta, la primera que recibo de ti en ocho años, tal vez en diez o doce. Y ciertamente podrían ser más desde la última que te escribí yo. En todo este tiempo hemos sabido el uno del otro a través de nuestra madre y es posible que esto haya sido lo mejor para ambos, ya que ver las cosas a través de sus ojos garantiza armonía y concordia entre nosotros. Ahora es amor fraterno y una sincera amistad lo que sentimos el uno por el otro. Las pocas ocasiones en que hemos podido vernos han sido tan breves que apenas pudimos disfrutarlas.

Si respondo con tanta celeridad a tu muy detallada carta es porque creo que mi obligación como hermano es ponerte al corriente de ciertos hechos.

Me escribes encendido de alegría y entusiasmo. Tienes ya casi cincuenta años y, al igual que yo, has tenido trato con mujeres de los cinco continentes, lo que en verdad te da derecho a tener tu propia opinión sobre ellas.

Al final te has comprometido con una, y contraerás matrimonio en menos de una semana. La joven dama pertenece a una digna y muy rica familia; es bonita, además, rebosante de salud y de sentido común. La adoras como adorarías a una diosa, ¡incluso más! ¿No es acaso todo lo que puede desear un ser humano?

Te extiendes durante diez apasionadas páginas sobre lo afortunado que has sido. Creo cada una de tus palabras, con cada uno de sus detalles y sin pensar que exageras un ápice.

También soy muy consciente de tu alta posición, tus ingresos, tus ocupaciones, y tu indudable atractivo personal. Te ruego que aceptes este último cumplido, pero cada vez que visito a mamá me veo obligado a mirar las últimas fotografías que le has enviado y a escuchar sus consiguientes elogios. Está terriblemente orgullosa de ti y, con la mano en el corazón, yo no lo estoy menos. De modo que tu decisión de que marche a vivir contigo no podría parecerme más adecuada. La predilección que siempre ha demostrado sentir hacia ti no me afecta en absoluto.

En resumen: no es mi intención arrojar la más leve sombra de duda en tu felicidad. Debería por el contrario celebrarla contigo, congratularme y desearte que fuera así por siempre

Y sin embargo, te lo ruego, te suplico que evites a toda costa algo de lo que te arrepentirás. ¡No te cases!

Querido hermano, sé que como yo disfrutas de una salud de hierro, y que siendo tu futura esposa igual de saludable tu descendencia sería digna de vosotros y colmaría vuestras expectativas. Expectativas que, al igual que tú hoy, yo mismo albergué en una época lejana.

Pero hay algo en nuestra familia, no importa si proviene del lado materno o paterno, eso realmente no importa. Lo que importa es que es en estos momentos cuando ese algo nos obliga a reflexionar y tomar una decisión. Nuestro padre alcanzó una edad avanzada, fuerte como un roble. Nuestra madre ha superado los ochenta años y es conocida en toda la ciudad por su asombroso vigor y su lucidez. Y es sobre ella sobre quien debo alertarte, hermano. Sabes bien que existe una cierta huella genética que con frecuencia no pasa de padres a hijos sino que, de forma curiosa, se salta una generación. Temo que esa “huella genética especial” de nuestra madre se manifieste precisamente en tu descendencia.

Yo mismo, hermano, me he encontrado tres o cuatro veces en la misma posición en la que te encuentras tú ahora. Entonces no sabía lo que hoy sé, ignoraba la verdadera naturaleza de esa mujer a la que llamamos nuestra madre. Debió ser el instinto lo que me salvó en el último minuto, previniéndome de dar el paso que tú ahora estás a punto de dar.

En cada una de esas ocasiones de las que te hablo mi conducta debió de parecer absurda a mis amigos y allegados, lo admito; quizá incluso les hizo dudar de mi salud mental. Fue demasiado inesperada, y convirtió mis intentos de contraer matrimonio en bromas de mal gusto. Quiero relatarte uno de estos casos en pocas palabras porque precisamente se refiere a esta extraña disposición genética.

En esa ocasión iba a desposarme con una señorita justo al día siguiente. Sobre ella hubiera subscrito todas y cada una de las palabras que tú dedicas en tu carta a tu novia. Sólo que entonces, y al contrario que tú, había considerado algunos contras al respecto.

Lo cierto es que me encontraba arruinado y hacía apenas un año que comenzaba a vivir sin el peso de las deudas. Creo que ya te he hablado de esto en alguna ocasión. Desde un mes antes mis nervios estaban deshechos; lo único que me mantenía en pie eran los narcóticos, y la razón por la que me levantaba cada mañana era precisamente esta mujer, en quien confiaba por completo y a la que amaba con locura.

La víspera de la boda me fui a la cama con el delicioso pensamiento de que a la mañana siguiente mi vida cambiaría por completo, pero también preso de una extraña sensación. Querido hermano, te voy a contar exactamente lo sucedido.

Sabemos bien que somos de la clase de hombres a los que nunca nos ha costado conciliar el sueño. Quizá sea esto lo que nos confiere tan buen aspecto. Dos minutos después de cubrirme con las sábanas ya estoy profundamente dormido. Ha sido así siempre y lo sigue siendo a día de hoy.

Esa fue una de las pocas noches de mi vida en las que me resultó del todo imposible pegar ojo. No porque mi cabeza reflexionase sobre nada en particular. Era más bien como si me lo impidiese el eco de un sonido amenazador, algún oscuro y secreto pensamiento que trataba de salir a la luz.

Mi conciencia podía advertirlo. Con los ojos cerrados, traté de ignorarlo pero acabó despertando mi curiosidad y comencé a preguntarme si al final saldría o no. Así continuó por un rato, sin decidirse a mostrar su rostro. Intenté entonces desembarazarme de él concentrándome en cualquier otra cosa.

Naturalmente esa primera cosa en la que pensé fue mi novia. Me imaginé con ella a la mañana siguiente, levantándole el velo nupcial con el fondo espectacular de los naranjos en flor.

En ese momento el pensamiento secreto del que te hablo se removió con violencia en mi subconsciente, bajo la película proyectada en mi cabeza, haciendo temblar el velo nupcial y los naranjos en flor; había algo que era necesario hacer. Esta fue la sensación que embistiendo desde allí irrumpió en mi cabeza, tomando por asalto la plaza fuerte de mi conciencia.

“¡No vayas al Palacio de Justicia! ¡No la lleves a la iglesia! ¡No te cases!”

Durante un segundo me sentí aterrorizado, pero de pronto rompí a reír. La idea de que pudiera hacer algo tan estúpido era realmente cómica. ¡Cuán absurdo y cruel y qué ruin por mi parte hubiese sido que yo hiciera algo así a la persona a la que amaba y que a su vez me correspondía con un amor igual o incluso mayor! ¿Acaso sería capaz de una jugarreta tal que podía acabar perfectamente con su suicidio, y quizás también en con mío?

Aunque mi situación económica no estaba resuelta, dudar en ese punto resultaba una auténtica locura. Y no obstante, el pensamiento seguía allí, terco e inmutable: “¡No te cases!”.

Traté de pensar en alguna razón por la que no debiera casarme pero no hallé ninguna. Al contrario, mi razón respondía con un resonante: “¡Pues claro que sí!”.

Pero el “No” aparecía y desaparecía destellando como un fuego fatuo, sin permitirse dar un solo argumento. Llevé a cabo un enconado esfuerzo por dormirme pero resultó inútil. Me levanté, encendí la luz, me puse mi kimono y comencé a dar vueltas por la habitación. Probé a leer y me fumé un cigarrillo, y luego otro. Fui de una habitación a otra de la casa mirando los cuadros y observando los muebles, abrí la ventana y me asomé lanzando una mirada a la calle.

Traté por todos los medios de librarme de esa idea; pero ella se negaba a dejarme. Se aferró a mí con más fuerza: “¡No lo hagas!”.

Finalmente me senté en el escritorio y escribí una larga carta a la mujer con la que me había comprometido explicándole las razones por las que no podía casarme con ella. Era una carta forzada y muy poco natural, repleta de motivos que en teoría justificaban por qué ponía fin a un año y un día de noviazgo.

Fue la primera cosa que recuerdo con claridad haber escrito. Tras romperla, escribí otra larga misiva poniendo arriba lo que yo imaginaba que ella pensaría al leer la carta al día siguiente, y, abajo, lo que me diría si pocas horas después se lo explicaba yo personalmente.

Tomé entonces otra cuartilla. Te prometo que no era yo quien dirigía la pluma, la cual no obstante se deslizaba rauda sobre el papel en blanco. En él se leía únicamente:

“No va a salir bien. No puedo casarme contigo. No sé por qué, pero no puedo”

Mis manos metieron el papel en un sobre, pegaron en él un sello y mis piernas se dirigieron raudas a la oficina de correos, en donde lo despaché. Una vez hecho volví a casa, me metí en la cama y casi instantáneamente caí dormido.

A la mañana siguiente recordaba con toda claridad lo que había hecho. La idea de escapar me consumía de modo que preparé mis maletas, me dirigí a la estación de trenes, compré un billete y partí de allí.

Esto fue hace muchos años. A menudo he reflexionado sobre ello, tratando de descubrir por qué actué de esa manera tan ruin. Una y otra vez me he esforzado por admitir que actué contra todo sentido común, destruyendo mi felicidad y la de la persona a la que amaba.

Y con todo, al mismo tiempo, nunca pude dejar de estar convencido de que actué de la única manera posible; que en definitiva había hecho lo correcto.

En otra ocasión me volvería a suceder algo similar. Entonces, estaba absolutamente decidido a casarme pasara lo que pasara. Pero no importó lo resuelto que me mostrase ante mí mismo y ante los demás; a medida que se aproximaba el día de la boda me fui sintiendo más y más angustiado, hasta que el pánico se apoderó de mí ¡y de nuevo me negué a casarme!

Después de años de lucha por dar con una razón que explicase mi comportamiento, por fin la he hallado. La considero válida, muy al contrario que todas las absurdas excusas que me he forzado a creer, tonterías del estilo de la que me serví para finalizar mi carta de rechazo:

“No renunciaré a mi libertad: me es imposible vivir en una jaula de oro”

O esta otra…

Pero ¡no! Me niego a aburrirte con las memorias de mi vida. Sólo te diré que he estado engañándome con razonamientos falsos que justificasen tomar las de Villadiego en el último momento. Es ahora cuando veo el secreto que escondía esa feroz resistencia.

Cuando te escribo esta carta me encuentro de visita en casa de mamá, donde llevo ya tres meses. Hace realmente mucho que no tenía la oportunidad de estar con ella tanto tiempo.

Aquí no tengo en lo que ocuparme, así que diariamente paso muchas horas en su compañía. La he estado observando durante semanas. Y cada día, me ha asaltado de nuevo la ominosa sensación de que algo andaba mal y que necesitaba urgentemente descubrir qué era.

¡Por fin he tenido éxito!

La respuesta es que ni a ti ni a mí nos está permitido casarnos por las elevadas posibilidades que existen de que la huella genética de nuestra madre, que nos ha saltado a nosotros, se manifieste en la siguiente generación, y nuestra descendencia llegue a ser lo que es ella misma: ¡una bruja!

Ya sé, ya sé que has soltado una carcajada, a la que probablemente seguirá una sonrisa triste; que moverás la cabeza y que más o menos dudarás de mi salud mental.

¡Pero créeme si te digo que esa es la verdadera razón de todo! Por primera vez lo veo perfectamente claro. Siempre ha estado ahí, delante de mis ojos. Esta palabra absurda, cómica e infantil –bruja– en realidad no tiene maldita la gracia. Yo mismo me resistí al principio, igual que tú mientras lees mi carta. Pero las evidencias se han hecho más y más profundas a cada día que pasa.

Si no consigo convencerte al acabar esta carta, si sigues decidido a continuar con tu idea del matrimonio, yo mismo seré testigo vivo de que te harás responsable de un crimen contra la humanidad. No traerás niños al mundo, ¡traerás brujos!

***

Es innecesario recordarte que nunca ha resultado fácil escapar del hechizo de la personalidad de nuestra madre. La conoce cada niño, cada adulto de la ciudad. Cuando sale a pasear por las mañanas con su bastón hay siempre alguien dispuesto a ayudarla a bajar el bordillo, cuidando de que ningún automóvil, bicicleta o tranvía pase demasiado cerca de ella.

Al hacer la compra, indefectiblemente verás materializarse a su lado a algún chico que le preguntará si desea que la ayude a cargar con las bolsas. En los atestados tranvías, en los autobuses, en el ferry, no sólo los hombres se levantarán solícitos, ofreciéndole su asiento. No, también lo harán las mujeres, y no será raro que se peleen entre ellos para ser dignos de tal honor.

La amabilidad de los encargados de la ópera, de los teatros o de las salas de conciertos, así como de los hoteles donde de vez en cuando se detiene a cenar, resulta asimismo sorprendente y casi embarazosa. Es como si todos ellos intentasen demostrarle su amistad.

Cuando la acompaño en su paseo matinal mi asombro no tiene límites. Los caballeros y las damas, los simples conocidos, los niños, siempre aparecen con flores en las manos para entregárselas de forma precipitada. No hay día en que alguien no le envíe a casa flores en un tarro o un jarrón. Soy yo quien cada mañana ha de regarlas, ¡y raro es el día en que tardo menos de cuarenta minutos!

No sé si te ha puesto al corriente de lo concerniente a sus onomásticas. Desde hace unos cuatro años viene considerando que celebrar un cumpleaños no es bastante y ha decidido celebrar sus santos también. Los tiene marcados en el calendario. Como sabes, su nombre completo es Johanna Nepomucia Hubertina Maria. Hubert se da solo una vez, en noviembre, y Juan de Nepumoceno solo una vez también. Pero el resto de Juanes y Marías que atestan el calendario, ¡resulta una delicia escucharla! Como no puede decidirse por ninguno, pues ha resuelto celebrarlos todos.

En la ciudad se corrió pronto la voz y desde entonces han estado enviándole flores a docenas en estos días señalados. Su balcón, el que da al claustro-jardín, parece una auténtica canasta de flores. Y ella se sienta en medio de todas ellas ofreciendo té a los jóvenes, a los pintores, carpinteros, músicos, cantantes y actores, hombres y mujeres. Una amplia gama de especímenes humanos, realmente, aunque predomina el tono artístico.

Eso sí, ¡siempre jóvenes! A mamá no le gustan los viejos. Tú y yo somos ya un poco mayores para su gusto, nos salva que todavía nos ve como a sus niños, siempre como chiquillos grandes. Nuestra madre en cierto sentido refleja el comportamiento y las maneras de estos jóvenes. La gente suele comentar que debe poseer alguna secreta poción de la juventud; y se ríen a continuación.

Por supuesto, ella siempre manda. En su casa no permite que se haga más que su voluntad. Esto me afecta a mí directamente ya que me castiga al más leve error o desliz. Cinco marcos por llegar tarde al desayuno, veinte marcos por permitirme una sonrisa sarcástica, treinta marcos por servirle un café menos excelente que de costumbre, diez marcos si le pongo mala cara alguna vez.

No es que sea caro, pero nunca termino un día sin que sobre mí hayan recaído multas por valor de menos de cincuenta marcos. A ella le hace mucha gracia haber descubierto esta nueva fuente de ingresos, aunque en el fondo no tiene ni la menor idea del valor del dinero. Lo da enseguida a quien se lo pide, si bien haciéndole sentir tan culpable como un estudiante en apuros. Y hay que reconocer que lo que tan meticulosamente se embolsa a costa nuestra nos lo devuelve luego a través de cualquier acuerdo generoso.

Resulta encantador por su parte, y debo reconocer que como todos los demás me encuentro bajo el hechizo de esta anciana a la que se nos permite llamar mamá. Todo es armonioso a su alrededor, y si algo desentona solo es para convertir el cuadro en algo más pintoresco y atractivo. Esta es la razón por la que puedo asegurar que esta mujer es…

Un poco después de las once decidió acostarse. La acompañé a su habitación, le di las buenas noches y me dirigí a la mía. Resultó que había olvidado abajo un libro y decidí ir a por él. Al pasar frente a su puerta di unos golpecitos, sin obtener respuesta. No era posible que se hubiese dormido tan pronto. Golpeé de nuevo y al final la abrí. La habitación estaba a media luz. La cama intacta.

Fui del comedor al cuarto de estar, donde la encontré sentada en un sillón, completamente vestida, con los codos apoyados en la mesa y la cabeza en las manos. Tenía los ojos abiertos y miraba al vacío sin expresión alguna.

Me acerqué de puntillas, y entonces hice ruido adrede. No pareció oír nada. Al principio esto me asustó. ¿Le pasaba algo? Enseguida me tranquilicé. Podía oírla respirar, de modo que estaba viva.

Al igual que ella me senté en el sofá, observándola. No hacía nada. Su respiración era regular aunque bastante tenue, y sus ojos parecían moverse un tanto como si estuviera viendo cosas invisibles. Sobre esto pude equivocarme, ya que no había demasiada luz en el cuarto excepto la luna llena de agosto que entraba a través de los ventanales abiertos de par en par. Ella estaba justamente iluminada de lleno por esta luz de plata.

Permanecí tan quieto y en silencio como ella, esperando y esperando a que sucediese alguna cosa. Pero fue en vano. Oí como el venerable reloj de pie que hay en el recibidor junto a las escaleras daba las doce y media. Pero aparte de este incidente, nada. Nada en absoluto.

Finalmente pareció salir de su trance, lanzando uno o dos suspiros y una breve risa. Sin duda ya había despertado del todo. Observé cómo quitaba algunas hojas marchitas a uno de los geranios lanzándolas por la ventana. Se volvió sin percatarse de mi presencia y con paso resuelto se encaminó a su dormitorio.

Me acerqué a su puerta sin hacer ruido y escuché. Parecía que se desvestía y se acostaba. Al poco reconocí la respiración regular de quien se ha dormido. Todavía no habían dado la una y media. Su trance había durado al menos treinta y cinco minutos.

Al día siguiente comencé mi vigilia. Me deslicé en el comedor cuando ella se hubo ido a la cama y esperé en mi rincón, confiando en que volviese; pero no lo hizo. Sí regresó a la cuarta noche, de todas formas, no a la misma hora que aquella primera vez sino un poco más tarde. Mirándola, se diría que esperaba consciente o inconscientemente a que la luna apareciese en el cielo.

Esta vez había elegido una butaca diferente, la más iluminada. No parecía muy tranquila; sus manos se aferraban a los brazos de la butaca y sus ojos parecían buscar algo.

Calculé con exactitud el tiempo que estuvo allí; treinta y seis minutos. Luego se levantó y volvió a su habitación. Durante las semanas que siguieron no sucedió nada de interés. Entendí que fuese lo que fuese tenía algo que ver con la luna llena. Así que esperé a la de septiembre.

Esa noche apareció y, en general, me ofreció el mismo espectáculo que la otra vez. Pero en esta ocasión pude observar detalles que arrojaron un poco de luz sobre el misterio. Mamá, durante su trance, se había soltado su largo pelo plateado y este le caía sobre los hombros.

Fue cuando, con un torpe movimiento, tiré de la pequeña mesa dos floreros. Mamá no se inmutó a pesar del fuerte ruido. Todo indicaba que no había oído nada. Su cuerpo estaba sentado delante de mí, pero su espíritu se hallaba a cientos de millas.

Cuando se hubo marchado a su habitación, volví a pegar el oído a su puerta como la primera vez. Oí cómo se acercaba. Mi reacción fue encender la luz y fingir que buscaba entre los armarios.

Mamá abrió la puerta.

“¿Olvidaste algo?”, me preguntó.

Su voz sonó como siempre. No recordaba nada de su sonambulismo de hacía apenas unos minutos. Le dije que estaba buscando mi pluma porque deseaba escribir un rato. Se echó a reír y dijo que había olvidado lo tarde que era. Yo le di otro beso de buenas noches y de manera cortante se despidió advirtiéndome que no debía estar despierto hasta tan tarde. Por mi propio bien, más me valía no llegar tarde al desayuno.

Al parecer, sus trances no dejaban en ella la menor huella, o quizá venía sucediendo desde hacía tanto tiempo que ni siquiera notaba esos minutos “perdidos” de su conciencia. Después de todo, su estado sonámbulo era tan profundo que ni siquiera el sonido de dos floreros cayendo de una mesa podían alcanzarlo. Y estaba claro que durante esa media hora larga su espíritu, su alma, su conciencia, llámalo como quieras, se hallaba en algún otro lugar.

Pero ¿dónde? Eso era lo que valía la pena descubrir.

Ahora me encuentro en posesión de una serie de extraños detalles que he podido ir recopilando. Algunos de ellos los he descubierto estos días, pero con la mayoría he estado conviviendo durante años. Simplemente, no estaba en condiciones de darles un sentido.

Ya sabes, querido hermano, que tenemos un gran número de sapos en el jardín, enormes y muy bonitos, sapos amarillentos y de dorados ojos verdáceos. Debo admitir que comparto la predilección de mamá por estos animales.

¿Recuerdas cuando, de niños, los metíamos en cuencos de leche y los mirábamos? Pensábamos que buscarían lombrices y gusanos.

A mamá siempre la hacía feliz que durante sus paseos apareciese un sapo saltando sobre el sendero. Ya sabes que de vez en cuando incluso les hablaba. Pero esto que te voy a referir es nuevo, y lo vengo observando solo desde hace una semana.

Una tarde, al caer el sol, estaba buscándola para dar un paseo. Oí su cantarina voz en el jardín. Pude ver que caminaba sendero abajo acompañada de un gran sapo pardo al que conducía con un cordel de seda como si fuera un perrito. Y le hablaba.

Al acercarme se echó a reír y comentó que “Lisa” había sido muy traviesa y que su trabajo de ganchillo no le saldría bien hoy. Luego me explicó que todas las jovencitas se paseaban con sapos atados con cuerdas de seda. Soltó al animal y con mucho cuidado lo depositó bajo el agárico que se encuentra cerca del gran helecho. ¡Un detalle muy revelador, que lo liberara precisamente bajo esa seta conocida también como “mata-moscas”!

Al día siguiente, cuando el jardinero vino a trabajar en los parterres, aproveché para preguntarle cuántas clases de hongos y setas crecían en nuestro jardín. Resulta que tenemos, además del agárico mata-moscas, varios Lactarius torminosus o falsos níscalos, amanitas panteritas, boletus satanás y Speitaubling, una variedad incomestible y, al igual que las demás, muy tóxica, de la familia Russulaceae. ¡Más venenosos todos que el mismo infierno! No disponemos aquí de uno solo que sea comestible.

Eso me hizo pensar que quizá valdría la pena echar un largo vistazo a sus flores y plantas. Son, realmente, de una notable variedad. Algunas inofensivas, lógico si tenemos en cuenta que mamá las tiene de todas clases y de todos los lugares del mundo. Aprovecharé pues para referirme aquí solo a sus favoritas, aquellas que cultiva y mima con particular interés.

¿Recuerdas, hermano, cuando nos vestíamos para Navidad y ella nos mandaba al claustro del jardín o al parque a buscar las rosas blancas bajo la nieve, con la indicación de que se las lleváramos inmediatamente?

La rosa de Navidad es la primera flor del año y mamá siempre quería ejemplares suyos, al igual que de malvas reales, que son las últimas flores del año. No necesito recordarte cuán venenosas son. En primavera, grandes puñados de laburnos se despliegan y caen como una lluvia de oro de muchos de sus jarrones. Luego, le da por cultivar rojas dedaleras, o camelias azules. En el otoño e invierno son las violetas persas las que ocupan los frascos a lo largo y ancho de la casa, mezcladas con esas flores a las que llamamos anémonas, así como con rosamarías sanadoras.

Todas ellas, de la primera a la última, venenosas en un grado u otro. ¿Crees que es mera casualidad que todas estas plantas tóxicas se hallen desperdigadas siempre alrededor de las que son inofensivas?

Podría mencionar también sus belladonas y los premios que ha ganado con sus cicutas, aunque ambas puedan verse también en otros jardines. Pero ¿en cuál encontrarás ejemplares tan preciosos de lechetreznas, violas tricolores o esa variedad de Echinodorus conocida como “Ojo del Diablo”? Aquí crecen frondosas de la tierra, o se derraman de jarrones junto a abominables ejemplares de beleño. Créeme, hermano, ¡tendrías que recorrer toda la ciudad y más para encontrar algo semejante a lo que tiene lugar aquí!

A mamá le encantan todas estas flores, en particular sus rosas. Y por encima de todo se desvive por los arracimados capullos de laburno. Es una preferencia instintiva. Las adora por la única razón de que son altamente venenosas pero sin reflexionar lo más mínimo sobre ello.

Por otro lado no es que me a mí me parezca mal en absoluto. Su ignorancia provoca que no les dé ninguna utilidad, digamos, práctica. Se mostró ciertamente sorprendida cuando le dije que las rosas de Navidad y las malvas reales eran flores ponzoñosas. Y simplemente se burló de mí cuando añadí que sus variedades de laburnos también lo eran.

Todo esto tiene mucho que ver con el descubrimiento que hice de que suele colocar a los sapos junto a las setas y plantas venenosas que tanto adora. De las que, como te decía antes, no se sirve para ningún fin, excepto para acariciarlas y besarlas, lo mismo que hace con otros especímenes inofensivos como las ramas de melocotoneros en flor, las fucsias o las bocas de dragón.

La única planta a la que tal vez da alguna utilidad es precisamente la peor de todas, el beleño. Ignoro qué hace con él. Sólo me he percatado de que de vez en cuando recoge un poco en un frasco y se lo lleva a su habitación. Allí tiene cuatro de estos frascos.

Debo interrumpirme aquí, querido hermano, pues mamá reclama mi presencia.

***

Acabo de recibir la orden de acompañarla luego al zoo. Va allí a menudo y puedo asegurarte, hermano, que su relación con los animales en ese lugar no dista de la que tiene con los seres humanos. Todos saltan y corren a agolparse en los barrotes en cuanto la oyen venir. Cierto es que siempre lo hace con unos largos guantes en sus manos y una cierta cantidad de comida que prepara ella misma.

Elefantes, camellos, osos, monos, ciervas y ciervos, incluso los conejos y los conejillos indias, todos ellos saben que les llevará algo. Lo más sorprendente es que no pierden la cabeza ni sus buenas maneras cuando agotan las provisiones que mamá les da. Algunos, sin más, se dan la vuelta y regresan a su sitio con la mayor educación.

Te preguntarás: ¿y qué hay de esos otros animales a los que no puede alimentar, los que comen pescados o carne en grandes cantidades? Porque es fácil entender que los pequeños mapaches salten de alegría al verla acercarse con sus terrones de azúcar. Te aseguro que algunos casi lloran como niños cuando se aleja. Pero no logro entender cómo es que el viejo marabú, ese pariente feo de la cigüeña que se alimenta de carroña, que permanece siempre impertérrito sobre una pata en su rincón por mucho que la muchedumbre humana trate de atraerlo hacia sí, al ver a mamá caiga en la cuenta de repente de que en realidad tiene dos patas. De inmediato se le ve iniciar una danza loca de faquir, acompañada de una suerte de melodía traqueteante con su pico.

¿Y por qué el tigre abandona su obscuro rincón y se aproxima hasta los mismos barrotes, con el sonido sibilante del que sisea un código secreto? ¿No podría interpretarlo cualquier observador como algo parecido a un ronroneo?

¿Y qué hay del león marino que se lanza al agua y nada hasta la orilla mostrando abiertamente su alegría a medida que ella se acerca? Sabe perfectamente que mamá no le ha llevado pescado ni comida alguna, igual que los carnívoros saben que no les dará nada.

Sólo hay un animal en todo el zoo que se muestra indiferente, a pesar de que ella siempre le reserva su mejor regalo. Pertenece a una especie de cabras montesas de la Sierra Nevada de Andalucía. Es un macho cabrío, gris, anormalmente grande. Vive allí agazapado sobre las rocas, indiferente a lo que sucede a su alrededor, mientras el resto de cabras montesas se pelean por hacerse con los obsequios que mamá les lleva. A él debe pedirle directamente que se acerque, que tenga la dignidad de acercarse, suplicándole casi. Cuando al final accede y baja de su roca, es con gran displicencia, a pasos deliberadamente lentos.

El animal coge su trozo de azúcar, pero un poco a regañadientes, como quien hace un favor. Tiene una magnífica barba y una gran y arrugada nariz bajo dos ojos grises. Sendos cuernos se elevan sobre sus orejas. El tipo parece casi humano, la viva representación del Gran Dios Pan. No necesito decir que de él emana un intenso hedor, y mamá siempre aprovecha para sacar de su bolso una botella de agua de colonia con la que le rocía un poco el cuerpo.

No pienses ni por un segundo que esto ocurre solo en el zoo. Con todos los animales es igual. Le basta con acercarse a cualquier perro o gato callejero para ganárselos en un instante. Y lo mismo con los caballos de tiro de cualquier carruaje que se encuentre detenido en la calle.

Las viñas salvajes y la hiedra que cubren nuestra casa dan cobijo a multitud de aves. Lo mismo pasa con cualquier árbol o arbusto. Los días que desayunamos en el balcón tenemos siempre gorriones y tordos negros a modo de invitados.

También está esa pequeña ardilla roja que se presenta siempre a las más intempestivas horas de la mañana para recoger, del dormitorio de mamá, las nueces que ella le deja en su mesita de noche. Afirma que la dichosa ardilla es su despertador particular.

Durante el verano resulta normal que de vez en cuando se cuelen mariposas dentro de las casas, pero está claro que aprovecharán cualquier ventana abierta para volver a salir. En nuestra casa sin embargo siempre hay alguna mariposa dando vueltas. Pueden permanecer aquí dos, tres e incluso cuatro días. Una vez, una preciosa Nymphalis Io nos brindó su presencia durante más de una semana.

En otra ocasión fue un grillo. No entró por su cuenta en la casa, como las mariposas. Resultó que cierta tarde nuestro paseo nos condujo delante de una panadería, de donde pudimos oír su pequeño canto a través de la puerta abierta. Mamá entró de inmediato y le dijo al panadero que quería llevarse al grillo con ella. El hombre se echó a reír, explicándole que muy a gusto se lo regalaría si fuera capaz de atraparlo. Por lo visto sus intentos habían sido en vano y el bicho ya llevaba instalado allí varias semanas.

Te juro, hermano, que mientras nos lo contaba pudimos ver a esa pequeña criatura negra avanzar por el suelo. Sin emitir el menor zumbido dejó que mamá lo cogiera, lo metiera en una caja de cerillas vacía y se lo llevase con ella a casa.

¿Casualidad? Claro, ¡te resultará fácil achacarlo todo a la casualidad! Pero te digo que no. Enfáticamente, te digo que nada de esto es casualidad.

Individualmente, todas estas cosas que comparto contigo podrían considerarse casualidad. Pero todas juntas, ¿cómo serías capaz de seguir afirmándolo?

Pronto verás que la cosa no acaba aquí.

A nuestra madre le importan un pito las joyas, aunque siempre lleva consigo un pequeño broche de esmalte negro con tus iniciales (¿o son las mías? Ya no lo recuerdo). Cualquier otra joya que haya poseído alguna vez ha terminado regalándola, o yace completamente olvidada en el fondo de su joyero.

Sobre las pinturas que adornan nuestras paredes y que ocupan cada rincón de la casa no te diré nada, porque ya las has visto. El arte que mamá ha ido acumulando a lo largo de los años representa mayormente a animales y a monstruos. Sapos de bronce y porcelana, caracoles y lagartos, junto a criaturas mitológicas que parecen sacadas de los cuentos de hadas.

Posee una enorme, muy bonita estatua del dios egipcio Bast, ya sabes a cuál me refiero, la que tiene cabeza de gato. Mamá asegura que de vez en cuando ronronea e incluso que abre los ojos.

Los candelabros de su escritorio, los que hay junto a su cama y en otros muchos lugares de la casa son réplicas en bronce de la gárgola de Notre Dame. Te lo aseguro, hermano, nuestra madre está completamente rodeada de los más salvajes retazos de la imaginación gótica. Los tienes por donde quieras que dirijas la mirada, arriba, abajo y a los lados.

Por las representaciones mitológicas que mezclan la figura humana con las de los animales muestra una debilidad particular. Hay figuras de origen egipcio, chino o hindú esparcidas por doquier. Pero el gótico occidental es sin duda su favorito.

Por no hablar de sus portafolios, llenos de grabados, dibujos y fotografías de cualquier cosa que haya visto y le haya gustado alguna vez. Siempre que añade algo nuevo a su colección se echa a reír como una niña.

Me gustaría añadir, a título particular, que algunas de sus ilustraciones de las “Tentaciones de San Antonio” son asombrosas. Posee una colección de lo más completa. Lo más significativo es que mamá no es una gran lectora de libros, como por ejemplo lo fue Flaubert, quien se recreó en dichas imágenes. Estarás de acuerdo conmigo en que Flaubert no es un autor precisamente fácil.

Mamá lo sabe todo sobre cualquier secta diabólica que te pueda venir ahora a la mente, los Gnósticos, Maniqueos, Ofitas, Marconistas y Priscilianos. Conoce sus rituales y los detalles más nimios del modo en que conmemoran a sus profetas y magos. Y todos sus nombres: Irenaeus, Simon Magus, Apollonius, Valentiniano, Marcus, Montagus…. Los sabe tan bien que podría sostener una conversación con el mismo Flaubert.

Si esto te parece poco, existe algo que la apasiona todavía más. ¿Qué diría cualquiera de su colección de escobas?

En el estrecho corredor que va de las otras habitaciones a su dormitorio tiene alineadas ¡no menos de cuarenta escobas! Nuevas y usadas. Apostaría a que en casa puede encontrarse un ejemplar de todos los tipos de escoba existentes desde su invención. Las ha dispuesto en filas a lo largo de las dos paredes del pasillo, como si fuesen viejos reservistas del ejército aguardando la llamada del frente. Desde debajo de las escaleras no pueden verse, debido a las cortinas.

Está claro que tenemos otros sitios para guardar semejante colección. Por ejemplo, la gran buhardilla que pegada a la cocina conduce al jardín está casi vacía. Uno podría colgar allí centenares de escobas si quisiese. Pero no. Ella prefiere tenerlas donde las tiene, una al lado de la otra y ocupando cada centímetro del corredor. Hay más: una o dos apoyadas simplemente en un rincón de su cuarto, tras una pequeña cortina y junto a su buró.

No podemos olvidar su faceta de sanadora, que tú conoces bien. Es en parte la razón por la que no dejan de entrar y salir invitados de casa. Ella no los recibe como profesional, sino con las maneras de una vieja amiga. De hecho siempre les insiste en que no sabría darles ningún consejo, pero todos siguen a rajatabla y con la mayor fe cada pequeña indicación suya al respecto.

Por los curanderos y charlatanes siente el máximo desdén. Lo que ella utiliza son hierbas. Nunca en ella misma, pero sí en sus pacientes que forman una nutrida parroquia. Su, digamos, campo de acción no es grande. Solo cura callos, ojos de gallo, verrugas y pecas.

Para los callos suele preparar una pasta marrón. Te hace rezar el padrenuestro mientras te la unta. Pero el preparado no parece ser de ninguna utilidad con los ojos de gallo, y para estos reserva un potingue más elaborado y la indicación de que se ha de rezar el Ave María. Mientras se recita tres veces, fricciona suavemente el ojo de gallo con su anillo de casada. Resulta más eficaz si todo tiene lugar bajo la luz de la luna.

Eliminar las verrugas requiere más tiempo. El paciente debe venir cada dos días a que le aplique una pomada verdosa. Y orar mientras se seca, preferiblemente al sol. Sin la menor duda el remedio funciona. Yo mismo he podido comprobar cómo desaparecían media docena de soberbias verrugas.

Su remedio para las pecas es si cabe más notable. Sólo lo pone en práctica con la llegada de la primavera. Las jovencitas que vienen deben untar sus rostros con un ungüento azulado, una vez por la mañana y otra por las noches, entonando el Salve Regina unas cuantas veces. Que yo sepa ningún muchacho ha probado este remedio.

Mamá cuenta entre sus pacientes no solo con devotos católicos, sino también con las retoñas de muchos protestantes, así como con ancianos librepensadores. Conoce toda clase de preciosas oraciones y las usa con ellos igual que usa el Padre Nuestro y el Ave María.

El primer día de mayo las muchachas deben levantarse muy pronto sin pronunciar una palabra y dirigirse directas al jardín. Allí, tienen que arrojarse al suelo y restregar su cara contra la hierba, bañándose en el rocío primaveral. Tras eso vienen tres semanas de aplicación diligente del ungüento así como las recitaciones del Regina, ¡y las pecas desaparecen! Créeme, hermano: doy fe de que desaparecen, al igual que los ojos de gallo, las verrugas y los callos.

La hija del doctor, la pequeña Lotte, jura que mamá es más fiable que su padre, quien no tiene ni idea de cómo eliminar verrugas. ¡Llegó a echarle en cara que era solo un doctor que no sabía nada de verrugas y callos! El hombre por cierto ha quedado encantado con la nueva tez de su hija y se ha tomado todo el asunto como un reto, reconociendo deportivamente el mérito de mamá y tomándole prestado alguno de sus métodos (¡incluido el rezo a Regina!).

Mamá tiene un cofre lleno por entero de caballitos de mar. Tienen que ser lanzados en las enaguas y entre las perneras de los pantalones si lo que uno quiere que desaparezcan son las hemorroides. Por desgracia, parece que en nuestra ciudad ese remedio no es muy necesario y apenas hace uso de él. No recuerdo que nadie le pidiese ayuda sobre algo semejante, excepto nuestra vieja lavandera. La mujer aprovecha cualquier oportunidad para hablar maravillas de los caballitos de mar.

Pero todo esto son juegos de niños. Hay cosas mucho menos inofensivas. Mamá nunca dice la fortuna; no lee las manos, ni echa las cartas ni nada parecido. Cuando oye hablar de una profecía siempre comenta que eso es una tontería; al menos, es lo que quiere hacernos pensar.

En realidad no es algo que haga a menudo, apenas un par de veces al año; pero siempre con resultados asombrosos. Resulta aterrador lo que la gente llega a comentar sobre ella en este punto. Cuando viene a verla alguien a quien la mala suerte ha golpeado de verdad, les fabrica buena suerte. Nunca nada malo. Digamos que solo algo.

Hace poco vino a visitarnos un joven escultor y mamá descubrió casi por casualidad que el muchacho estaba en la ruina más completa, y que no ganaba un penique desde hacía mucho tiempo. En su siguiente visita lo llevó al jardín y le dijo que en breve sería muy afortunado. Como es lógico, el joven se mostró inquisitivo. Mamá le respondió que no podía darle detalles pero que confiase en sus palabras. Ella le había deseado suerte, y eso era suficiente.

En el transcurso del mes siguiente el artista vendió cinco de sus piezas en una exhibición, y recibió también un encargo para un gran monumento funerario y tres bustos. Él mismo me confesó todo esto porque mamá nunca habla de estas cosas. El muchacho reunió todas las piezas y llegó a la conclusión de que todo arrancó y tuvo lugar en el momento exacto en que mamá le deseó buena suerte aquel día en el jardín.

He podido comprobar que nuestra si madre dio “suerte” al susodicho en buena parte de los casos fue a través de su banquero particular y de un director de museo amigo suyo, que fueron quienes adquirieron dos de las piezas durante la exposición. Pero ¿qué hay de las otras tres, y de los encargos? ¿Casualidad! Sí, claro. ¡Sin duda fue una casualidad!

¿Cómo es la historia aquella del profesor que trata de explicar el concepto de “milagro” a un grupo de estudiantes?

“Consideren ustedes esto”, dice a la clase. “Estoy escalando a lo más alto de la torre más elevada de la Catedral de Colonia. Cerca ya de la cúspide, me mareo y caigo al vacío. Me estrello contra el suelo pero no me sucede nada. Estoy intacto, sin heridas, sin un simple rasguño. ¿Cómo explicarían esto?”

El pequeño Moritz, que es de natural escéptico, exclama: “¡La casualidad, señor!”

“Muy bien”, dice el profesor. “Podría ser casualidad. Pero resulta que al día siguiente vuelvo a escalar la torre, otra vez me mareo y me estrello sin hacerme el menor daño. Lo hago una tercera vez, una cuarta, ¡una quinta! Y, siempre, el aire me deposita en las piedras intacto y sin ni siquiera despeinarme. Dígame Moritz, ¿cómo llamaría a esto?”

“¡Entonces lo llamaría habilidad!”, contesta el incorregible Moritz.

En verdad, querido hermano, la casualidad no sirve para explicar lo de mamá. Debe existir en ello algún elemento de habilidad. Por desgracia, ella no se limita solo a desear “buena suerte” a la gente. Como ocurra que se siente ofendida o herida por alguien, no dudará en desearle también “mala suerte”.

Me encantaría hablar con ella de todo esto, pero simplemente se hace la sorda. Además, solo sé lo que me cuentan. Nunca he podido observar por mí mismo nada al respecto. Pero esta gente es de lo más variada, de todas las clases y de profesiones. Me he denodado en interrogar a todo el que entraba y salía de casa, desde obreros hasta los hijos de sus amigas, los artistas, profesores, abogados y banqueros, individuos de diferente educación y las más variadas entendederas. Todos se encogen de hombros y hablan de “casualidad” o, en el mejor de los casos, de su “habilidad” secreta.

Pero nadie discute los hechos. Te expondré un caso: el de cierta criada que había trabajado diligentemente para mamá en el pasado, hasta que le robó varias de sus pertenencias y se dio a la fuga. Mamá, tras recuperarse del shock y evaluar los daños, anunció que Kate, que así se llamaba la criadita, iba a tener muy mala suerte pronto. Menos de diez días después sacaron su cadáver del Rhin. Se encontraba navegando en un bote con unos amigos cuando la ola producida por un vapor que circulaba cerca hizo zozobrar la embarcación y todos cayeron al agua. Solo ella no pudo ser rescatada.

O aquella otra vez en que uno de nuestros primos tomó prestado uno de sus libros. Pasado un año mamá lo vio a la venta en una librería de segunda mano. Lo compró, sintiéndose muy mal no por el dinero, sino porque ya le había pasado una vez y a pesar de ello fue lo bastante estúpida como para permitir que volviese a suceder. Tres semanas después entraron a robar en esa librería, saqueando buena parte de sus fondos. Detuvieron al ladrón, pero no antes de que el material robado fuese malvendido.

Había también un chiquillo de la vecindad a quien mamá permitía jugar en su jardín. Un día, por pura maldad, cortó un pequeño abedul. Era un abedul pequeñito que había plantado ella misma y que mimaba con especial predilección. En una semana el chaval estaba en cama atacado de difteria y escarlatina, las dos enfermedades al mismo tiempo. La cosa era tan grave que los padres vinieron a casa consumidos por una gran agitación. Les habían dicho que mamá estaba disgustada con su hijo y que le había deseado mal.

Sabían lo que su hijo había hecho y tuvieron el buen juicio de no buscar excusas ni culpar a mamá en lo más mínimo. Solo alegaron que era su único hijo, ¿cómo era posible que no tuviera compasión de él? De más está decir que nuestra madre se conmovió y enseguida se unió al llanto de los padres, a los que devolvió a su casa asegurándoles que su hijo pronto iba a estar bien.

Nuestra prima Berta fue testigo de todo, y me dijo que la pareja salió de la casa exultante de felicidad y absolutamente convencida de que su retoño estaba a salvo. Mamá se había quedado en el salón, sentada con la cabeza apoyada en las manos y así permaneció en silencio durante cinco minutos. Hasta que de pronto se dirigió a nuestra prima, como si nada hubiera pasado. Ese mismo día la fiebre del muchacho remitió y poco después estaba curado por completo.

Por cierto que nuestra prima Berta es sin ir más lejos una a las que mamá “deseó mala suerte”. Ella misma habla de esa particular experiencia. Una tarde se suponía que debía llevarla a un concierto, pero le surgió un contratiempo y llegó con una hora de retraso. Mamá estaba realmente enfadada. Berta supo que algo malo le sucedería pronto y en efecto así fue. Fue la propia mamá quien, de regreso, le advirtió que pronto se pondría enferma pero que no debía preocuparse porque no sería nada serio. Una semana después, sin razón alguna, se resfrió. Me dijo que el resfriado fue tal que apenas podía abrir los ojos.

“¡Tuve suerte –añadió– de que solo fuese un resfriado!”

Te estoy poniendo solamente unos pocos ejemplos, querido hermano, podría continuar por páginas y páginas… mala suerte en los negocios, enfermedades físicas y mentales… el más variado catálogo. Y luego están las maldiciones mortales que, a Dios gracias, sólo he podido determinar en muy pocos casos. ¿Todo casualidad, hermano? ¿No crees que también hay algo de “habilidad” en ello, como diría el pequeño Moritz?

Mamá por el contrario parece inmune a la mala suerte. Ya te ha escrito ella acerca de su accidente de automóvil, del que habla restándole importancia y haciendo bromas. La cosa sucedió como sigue:

Mamá cruzaba la calle en la esquina de Marian y Kreuz. Una niñita de diez años la guiaba cogida del brazo. Habían terminado casi de cruzar, la niña se encontraba en la acera y mamá daba un paso para salvar el bordillo cuando un automóvil giró a gran velocidad. Iba pegado a la esquina para esquivar a un camión de reparto que venía de frente. El conductor vio a mamá, frenó inmediatamente y giró a la izquierda directo hacia el camión. ¡Demasiado tarde!

La rueda delantera del coche golpeó a mamá y la arrojó contra la acera. Permaneció allí inconsciente junto a la niña, todavía de su mano. Esta dio un salto y gritó. Un grupo de gente se apresuró a levantar a la anciana llevándola a una tienda que había en la esquina, allí la reconoció alguien y enseguida llamaron a un doctor y a una ambulancia. Mientras, le dieron a oler algunas gotas de vino rojo y en unos pocos minutos volvió en sí.

Su primera preocupación fue por sacudirse el polvo del vestido y lavarse las manos. Luego pidió que cancelasen la llamada al doctor y a la ambulancia, compró una docena de huevos y regresó en silencio a casa acompañada de la chiquilla como si nada hubiera pasado. Me las encontré en la puerta de la entrada. La niña todavía estaba muy alterada y apenas podía decir una palabra. Mamá cogió de su librería un volumen de cuentos de hadas y se lo regaló, junto a una tableta de chocolate. Yo mismo no me enteré de los detalles de su aventura hasta unos días después.

El automóvil quedó totalmente destrozado y su conductor seriamente herido. Mamá lo visitó en el hospital. No obstante, se está recuperando tan rápido como es posible y sus heridas cicatrizan. El tipo está convencido de que se lo debe a ella, más que a los cuidados de los doctores.

***

Algunas tardes mamá se sienta en el jardín y les cuenta historias de hadas a los niños del vecindario. Se reúnen a su alrededor, mirándola con sus grandes ojos y la boca abierta. Sentí curiosidad por saber la clase de historias que les contaba, si Copito de Nieve, Rapunzel, el Soldadito de Hojalata o Caperucita Roja. De modo que una tarde saqué la tumbona y el periódico y me situé cerca, fingiendo que leía. Lo que les contaba no era tales cuentos, ni algún otro de los Grimm, Bechstein, Anderson, Wilde, Papá Dumas o Musaus, como hacía con nosotros cuando éramos niños.

Ni siquiera puede decirse que lo que les contaba fuesen “cuentos”. Los niños se refieren a ellos con ese nombre a falta de otro mejor. Yo los calificaría como pequeñas piezas líricas. Pero el efecto que les produce es simplemente asombroso. Cuando mamá hace una pausa, los chicos permanecen allí callados, hipnotizados durante largo rato, como si realmente pudieran ver flotando en el aire las imágenes que la anciana les describe.

Escondido tras las páginas de mi periódico, anoté una de ellas:

“Había una vez una docena de brujas y brujos sentados alrededor de una mesa, comiendo sopa de cerveza. Cada uno de ellos llevaba en la mano una cuchara tallada del hueso posterior del brazo de un muerto. Las brasas de carbón chisporroteaban en la chimenea; las velas consumían su cera y de los platos llegaba el aroma de la tumba fresca”

“Cuando rió Maribas, el brujo más viejo, su risa sonó como un arco deslizándose por las tres cuerdas de un violín roto. A la luz de una vela daba golpecitos con el dedo en un viejo libro de hechicería, sobre el cual una mosca con las alas chamuscadas giraba y giraba tratando de escapar. La mosca zumbaba frenéticamente, a medida que una araña amarilla y peluda de gran panza se aproximaba pasito a pasito hacia ella”

“Entonces, las brujas y brujos se precipitaron todos hacia la chimenea, de donde salieron volando hacia las nubes subidos en escobas y atizadores de fuego”

Después de contarles esto, mamá les enseñó un juego con los dedos.

“Este es el dedo pulgar, que dice hola al dedo anular”

¿Recuerdas esto, hermano? Bueno, pues no es exactamente lo que escuchan hoy estos chicos que se reúnen a la sombra del viejo peral.

“Este es el dedo pulgar, un viejo gordo mandón, que viene del bajo Rhin y gusta de sentarse delante de la puerta de su taberna, riendo fuerte y dando buena cuenta de su cerveza”

“Este es el dedo índice, su mujer, larga y flaca como un arenque, todo el día gritándole y dándole la lata”

“Este es el dedo medio, el hijo de ambos. Un gamberrote alto, alto como un árbol. Soldado quiere ser, para dejar de crecer de una vez”

“Este es el dedo anular, su hijita, despierta y ágil. Se pasa todo el día pelando cebollas”

“Y este es el pequeño, el benjamín de la familia. Le tiene miedo a todo y se pasa el día llorando. Grita y aúlla como un animalito que llevase un lobo entre los dientes”

Sin duda cualquier maestro dudará de que estas imágenes sean las más adecuadas para un niño. Tampoco es que las que ellos se inventan sean mucho mejores. En cualquier caso, cuando nuestra madre les cuenta estas cosas los chicos se ven arrastrados a un romántico mundo lleno de magia, tan vívido que realmente dan la impresión de estar viendo al gordo mandón y a su mujer, flaca como un arenque. Ríen como locos cuando les toca el turno a su hijo bravucón y a la hija que se pasa el día pelando cebollas, y gritan al imaginarse al pequeño benjamín a punto de ser tragado por un lobo.

Apostaría cualquier cosa a que dentro de treinta años cuando se tropiecen con un tabernero barrigón le llamarán “pulgar”. Pero lo más terrorífico esa tarde fue el principio cuando mamá les contó:

“Había una vez una docena de brujas y brujos sentados alrededor de una mesa, comiendo sopa de cerveza”

Ninguno de estos chicos ha comido nunca sopa de cerveza, por la sencilla razón de que no existe tal cosa. Pero todos fueron capaces de visualizar su olor y su sabor. En todos los cuentos de hadas encuentras brujos y brujas, pero viven lejos, en algún lugar imaginario. Estos viven aquí en el Rhin, en Holanda y las tierras bajas.

Estos niños reunidos bajo el peral seguramente solo recuerdan a Copito de Nieve, la Bella Durmiente y Caperucita Roja porque los han visto en los teatros. Los cuentos de Dickens y Hauff los han olvidado tan completamente que serían incapaces de recordarlos ante sus propios hijos.

Pero estas imágenes de las brujas bebiendo sopa de cerveza con una cuchara fabricada del hueso del brazo de un muerto y de la araña amarilla reptando hacia la mosca, sobre el viejo libro de magia, estas imágenes puedes estar seguro de que no las olvidarán.

Querido hermano, permíteme que te resuma todo lo que he tratado de comunicarte hasta ahora. Así, la próxima vez que vengas a casa podrás verificarlas una a una. He tratado de ser lo más objetivo y realista posible, mostrándote sólo la parte más evidente.

A mamá la adora toda clase de gente, de diferente sexo y edad. Los animales muestran parecida devoción y uno diría que hasta las plantas la quieren. En nuestra casa viven más, y florecen más abundantemente, que en cualquier otro lugar según yo mismo he observado. Sus mascotas favoritas son los gatos, los sapos y los machos cabríos. Entre el reino vegetal, siente predilección por los hongos venenosos y las flores ponzoñosas.

Está comprobado que puede eliminar verrugas, pecas, callos y otras retorcidas anomalías del cuerpo. La gente viene de todas partes solo para verla. Ella misma es robusta y saludable pese a su avanzada edad y tan despierta intelectualmente que en la ciudad se cree que posee una poción mágica de la juventud.

Parece inmune a los accidentes, mientras que con un simple movimiento de mano es capaz de hacer que la gente enferme. Por el contrario, también puede dar fortuna y buena suerte. Tiene una debilidad particular por las criaturas mitológicas, prepara notables ungüentos y posee una colección de viejas escobas. Durante ciertas horas de la noche y siempre en luna llena entra en trance, en los cuales su espíritu vuela lejos de este mundo.

Hace menos de cien años una décima parte de todo esto hubiese sido suficiente para condenarla a la hoguera. Hoy día sin embargo la sociedad es tan infinitamente lista y educada que la idea de que existan las brujas sólo produce sonrisas.

Lo cierto es que actualmente existen en América y Europa cientos de miles de brujos y brujas y muchos de ellos se están haciendo de oro. Casi cada calle posee su astrólogo, su echadora de cartas, su lectora de manos o dadora de la fortuna. Los teósofos y otras sectas místicas florecen como hongos por donde quiera que mires, derivando a veces en poderosas comunidades religiosas.

Recientemente asistí a una asamblea teosófica. Me senté al fondo de la sala. La conferencia contó con multitud de atentos asistentes. ¡Oh, claro! Fue un acto educativo, en el que se enseñaba a diferenciar entre la magia blanca y la negra, y al término del cual se condenó a esta última. Nadie allí tenía la menor idea de que el origen de la palabra “magia negra” se encuentra en un error de imprenta que tuvo lugar durante la Edad Media, cuando la palabra “Necromante” se entendió como “Negromante”.

Hoy día hay más milagreros a nuestro alrededor de los que hubo nunca. Te pondré un ejemplo: “El Jesús del Bajo Rhin”, como se hace llamar él mismo, envió postales a todos sus feligreses anunciándoles que por veinte marcos estaba dispuesto a “tocarlos” con su “sagrado corazón”. Tan bien le fue que ahora vive en un retiro dorado en su natal Suiza, con más de un millón de marcos amasados a costa de esta ciudad en apenas un año.

Este gozoso público salta de alegría ante la presencia de estos sujetos y se arracima alrededor de sus cultos. No vacilan en cubrirse con una capa sagrada hindú, sin reparar en lo extraño e inadecuado que resultan las enseñanzas de los santones orientales aquí en occidente. Pero háblales de brujería y, por el contrario, se ofenderán.

Ignoran por completo que lo único y escaso auténtico que hay en sus adorados estafadores proviene del Medioevo. Sin mencionar que el Medioevo corrompió la sabiduría de los gnósticos, los cuales, a su vez, la habían tomado prestada de los caldeos, los babilonios y los acadios.

El gótico, que una vez fue una de las bellas artes, está volviendo ahora como moda. Personalmente me produce la más intensa aversión. Y este es el motivo por el que me mostré suspicaz y he recopilado para ti tantos ejemplos. Esta ingenua fe es definitivamente hija de nuestro tiempo.

Me remuerde la curiosidad, hermano, por lo que pensarás de la siguiente anécdota. Sucedió cuando ocho comensales nos reuníamos alrededor de la mesa de mamá para la cena. La conversación giraba en torno a los trucos de magia de los hindúes y uno de los caballeros que estaba con nosotros nos enseñó uno muy conocido, el de las agujas; él mismo se clavó en la espalda una larga aguja de sombrero y la hizo asomar por debajo del brazo, el cual convirtió luego en un bonito alfiletero.

Los faquires llevan a cabo todo esto con suma perfección y en apariencia sin sentir la menor molestia por los clavos, los carbones ardientes y otras cosas por el estilo. Yo ya había visto varias veces el truco de las agujas, e incluso traté de ponerlo en práctica. No es más que una artimaña y lo único que requiere es algo de experiencia y voluntad. La más leve herida sobre la piel duele, pero se trata de un dolor soportable. Cada cual por lo demás tiene su lugar favorito donde clavarse las agujas. Los más habituales suelen ser lugares del cuerpo con una cierta capa de grasa. Algunos hacen el numerito de reír mientras se las clavan. Es algo que siempre impresiona a la gente.

El único peligro real que corren estos masoquistas es que se les infecten las heridas. Les pasa a veces. Pero pincha por sorpresa con un alfiler a cualquiera de ellos y puedes apostar a que reaccionará con un grito.

Esto me dio la idea de llevar a cabo un pequeño experimento con mamá. Siempre ha sido extremadamente sensible al dolor, seguro que la recuerdas gritando cuando se pinchaba el dedo de forma accidental. También recordarás que en un lado de su cuello tiene una pequeña señal de nacimiento.

Cierto día, al darle las buenas noches, la abracé y me las ingenié para pincharle allí con una pequeña aguja. No sintió nada. Al día siguiente lo repetí clavándosela esta vez más profundamente. Siguió sin notar nada.

Habrás oído decir que durante la Edad Media, antes de ejecutar a las brujas, las desnudaban buscando en ellas lo que los inquisidores llamaban “marcas de bruja”; allí clavaban agujas y objetos punzantes y de este modo podían comprobar si sentían o no dolor. Cualquier viejo inquisidor lo tendría claro con nuestra madre, porque lo que tiene en el cuello es exactamente lo que buscaban estos hombres.

Esa segunda noche me brindó la oportunidad de contemplar a nuestra madre durante la luna llena. Disimulado en el sofá de la esquina más oscura del cuarto, escuché abrirse la puerta de su dormitorio, la oí bajar y entrar en el cuarto y sentarse en la misma silla, bajo la luz del astro. Observé como se soltaba su largo pelo plateado y lo dejaba caer sobre su bufanda negra mientras miraba la noche a través de la ventana abierta.

Estaba magnífica, nuestra madre, allí sentada en trance, con la calle completamente silenciosa a sus pies. Entonces, el grillo que tiene comenzó a cantar, de forma muy agradable y gentil, con menos estridencia de lo que usualmente lo hace. Era como si el animal tuviese miedo a romper el silencio casi sagrado del instante. De pronto, calló.

Lo busqué con mis ojos por la habitación. Cuando volví a mirar a mamá, vi que algo a su lado daba un salto. ¿Había estado junto a ella todo el tiempo? ¿Había salido de ella? No puedo decirlo. No era el grillo, no. Era una cosa alargada y de color gris. Aterrizó en la alfombra sin emitir un sonido. Luego saltó del alféizar de la ventana al respaldo de un pequeño diván. Allí se agazapó unos instantes, sobre la tela amarilla.

Entonces me di cuenta de que se trataba de un gran gato. Dio otro salto y desapareció en la noche. Me asusté un poco, sorprendido de que el animal no hubiese hecho el menor ruido. Corrí hacia la ventana pero me detuve al oír un ronroneo. Al girarme, me encontré con la mirada fija de Bast, la estatua de la diosa con cabeza de gato, esa de la que mamá decía en broma que ronroneaba algunas veces. No volví a oír nada y lo atribuí a mi imaginación.

Me asomé de nuevo a la ventana y pude ver al gato sentado abajo. El felino se incorporó lentamente, dio unos pasos y saltó desde el primer piso a los adoquines de la calle sin sentir en apariencia el menor dolor.

No pareció notar mi presencia hasta bajé las escaleras, abrí la puerta de la casa y salí a la calle. Aceleró el paso y yo lo seguí a distancia. Se movía como si supiese exactamente adónde iba. No como los otros gatos que solemos ver, sino con mucha seguridad y hasta con cierta arrogancia. Me pregunté a qué casa se podría estar dirigiendo y dónde viviría. Aunque nuestra madre adora a los gatos, nunca se ha permitido tener uno en casa.

Al final intuí su destino: iba derecho al cementerio. Quizá es un gato callejero, pensé. En las proximidades del camposanto se oían voces de borracho. Vi a dos tipos con un bonito perro salchicha que se lanzó a perseguir al gato, el cual ni siquiera entonces pareció asustarse, contentándose con apretar el paso.

Al incauto salchicha se le ocurrió abalanzarse sobre él. Gracias a la luz de la luna pude ver perfectamente cómo le pegaba una dentellada en la oreja izquierda. Pero el gato saltó de lado y a continuación atacó. La siguiente imagen fue de él sobre el perro, aferrándose a su cuello con las garras. El can se asustó tanto que empezó a dar vueltas con la esperanza de quitárselo de encima cuanto antes.

El gato parecía ir montado a caballo sobre el salchicha patizambo. Lo escuché gemir lastimeramente detrás de unos arbustos donde se habían metido los dos, y luego aparecer con el rabo entre las piernas y cubierto de sangre, avergonzado por completo de su derrota. Fue tan cómico que me reí en voz alta, al igual que sus dueños. Me adentré en las tumbas, pero el gato había desaparecido y opté por volver a casa.

El entrar en el comedor encontré a mamá en la misma posición en que la había dejado. Avancé hacia ella sin hacer ruido, le di un beso en la frente. Fue cuando noté que sobre la oreja izquierda tenía una herida y que esta sangraba. ¡Exactamente en el mismo sitio donde el salchicha había mordido al gato gris!

¿Qué significaba todo esto?

Mamá no se había movido de su silla esa noche, al igual que todas las demás noches. Pero ¿y su espíritu? ¿Y qué diablos era lo que vi saltar de ella? ¿No era acaso el gato? Ponlo en verso o dale la explicación que quieras, hermano, pero para mí no cabe la menor duda: ella era el gran gato gris que corría entre las tumbas.

***

Bajé a desayunar al día siguiente con el corazón alterado. Quizá imaginaba cosas. Mamá estaba sentada allí tranquilamente ante la mesa, bebiendo su té. Pero sobre su oreja izquierda se había puesto una pequeña tirita.

“¿Qué le ha pasado a tu oreja?”, pregunté.

“No lo sé”, me respondió sin el menor embarazo. “Me habré herido esta noche sin darme cuenta. ¡Cuando desperté mi almohada estaba llena de sangre!”

Sonaba tan natural, tan inocente, que pensé que no podía estar fingiendo. ¡Nuestra madre es licántropo y ni siquiera lo sabe!

***

Una tarde estábamos sentados en el comedor a solas, charlando mientras dábamos cuenta con entusiasmo de nuestro acostumbrado vaso de vino. Yo había abierto un poco disimuladamente una segunda botella, y luego una tercera. Mamá reía achispada.

“Hoy estás bebiendo a conciencia”, me dijo.

“¿Ah sí? No me había dado cuenta”

“No pasa nada”, asintió, “¡Puedes beber cuanto quieras! Me alegra que sepas apreciar mi vino”

Esa noche mamá bebió menos que yo. Dos vasos, tres a lo sumo. Sin ningún motivo en especial acabé abriendo cuatro botellas de vino e hice lo que nunca había hecho en mi vida: beber solo.

Tras volver a mi habitación sentí un repentino deseo de prepararme un highball. Tenía una botella de whiskey y un par de botellas de soda y me serví uno. Faltaban todavía algunas horas para que saliera la luna de modo que permanecí allí sentado en mi cuarto, trincando un whiskey tras otro. Cuando llegó el momento de ocupar mi habitual puesto de observación me sentía especialmente lúcido. Incluso juraría que mi atención se había redoblado.

Enseguida apareció mamá. Se sentó en su sillón como siempre. Inmóvil, con su bufanda negra cayéndole sobre el camisón. De pronto me di cuenta de que junto a ella, apoyada en su silla, había una escoba. Soy incapaz de explicar de dónde salió. Pero allí estaba.

Me froté los ojos, me levanté y me aproximé a ella. La cogí con las dos manos para probarme que era real. En la mesa distinguí un pequeño frasco. Lo abrí. Contenía un ungüento verde. Regresé sin hacer ruido a mi puesto. Entonces vi cómo mamá se quitaba la bufanda y, al igual que las otras veces, desanudaba su pelo y lo dejaba caer sobre su espalda.

Cogió la escoba, acercó el frasquito y la untó con el ungüento. No sé cómo lo hizo, pero de repente estaba subida en ella, flotando en el aire. Giró y se lanzó a través del ventanal abierto, gritando:

“¡Arriba y adelante! ¡Allí y a ningún otro lugar!”

Y la vi volar a través del aire de la noche. Había otras muchas escobas en el cielo. También algunos atizadores de chimenea. En las nubes, entre la niebla. No podía ver con claridad, pero mamá estaba al frente de ese ejército dirigiéndolo y comandándolo. Tomaron la dirección de una colina cubierta de alisos negros achaparrados.

En medio de un claro se distinguía la figura de un un animal enorme. Se trataba del gran macho cabrío de Sierra Nevada. Sus cuernos chatos y retorcidos destellaban. A su alrededor bailaban las brujas formando un círculo.

“Ha, ha”, gritaban, “¡Satanás! ¡Satanás!, ¡Salta! ¡Salta!, ¡Aquí! ¡Aquí!”

La escena tenía lugar ante mis ojos como difuminada por una fina película interpuesta en la distancia que me separaba de la colina.

Y mamá… mamá permanecía allí sentada ante mí, en su sillón.

No sé cómo, pero terminé durmiéndome. Desperté temprano cuando clareaba el día. Me froté los ojos tratando de despertarme del todo. Estaba en el mismo sofá que la noche anterior. Mamá había desaparecido, pero la escoba y el frasco de ungüento permanecían en el mismo sitio.

Me dio un ataque de risa.

Fui a mi habitación, me desvestí y tras tomar una ducha me fui a la cama. No desperté hasta el mediodía.

***

Eso es todo, querido hermano. Ignoro si te habré convencido, o no. Eres libre de hacer lo que quieras. Solo te pido que lo consideres cuidadosamente.

***

Tres semanas más tarde, el Dr. Kaspar KrazyKat recibió esta respuesta:

“Querido cuñado:

Queremos comunicarte que nos casamos ayer. Tu hermano me dio a leer tu larga misiva tan pronto como la recibió. La leímos juntos. Al principio nos reímos, considerándolo todo como algo increíble. Pero debo decirte que, a medida que la leíamos, nos la tomamos más en serio. Ambos ya habíamos albergado parecidas sospechas acerca de tu madre. Leímos la carta una segunda vez, y luego una tercera.

Para ser breve, querido cuñado: estamos seguros de que cada palabra que nos has contado es verdad.

Sin embargo, querido cuñado, hemos de confesarte que lo vemos todo desde un punto de vista completamente diferente al tuyo. Nos hemos casado, en definitiva, y personalmente confío en dar a tu hermano muchos niños, quizá un par de niñas. Sólo espero que sean una brujitas tan encantadoras y adorables como tu madre”

***

El doctor Kaspar Krazycat terminó de leer la carta y, pensativamente, movió la cabeza.
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HANNS HEINZ EWERS “MEINE MUTTER, DIE HEX” (“NACHTMAHR”, 1922)





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